AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XLI

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XLI
Las calles se llenarán con risas de niños
José Antonio Iniesta



24 de abril de 2020. Hace ya cuarenta y un días que fuimos confinados, y aquí seguimos en el banco de la paciencia, sin salir ni una sola vez a caminar por las calles de mi ciudad, ni una sola, que se dice pronto. Solo en cuatro ocasiones he cogido el coche y para alimentar a mis grandes amigos los que llaman animales irracionales, y a ver por qué, si hay muchos seres humanos, que también son animales en el estricto sentido de las leyes biológicas, y considerados racionales, que no lo demuestran ni por asomo, y por el contrario, dan pruebas a cada momento de no tener ni cabeza ni entendimiento, ni uso de razón ni pizca de cerebro. Hoy he desayunado viendo las declaraciones de Donald Trump, líder de la nación más poderosa de todo el planeta, que se ha descolgado diciendo que como ya se ha comprobado que los desinfectantes en las manos acaban en un minuto con el virus, y que también lo hacen los rayos ultravioleta, debería inyectarse desinfectante en los pulmones de los enfermos de coronavirus e introducir luz bajo la piel. Y este rebuzno histórico casi provoca que le dé un síncope a la asesora científica que tenía a su lado.
Así nos va en este mundo. Con cerebros así, de líderes que parece que hubieran salido de una tómbola, y multiplicándose las declaraciones que no hacen más que confundir a los ciudadanos, no nos hacen falta pandemias para destruirnos, que ya nos llevan ellos derechos al precipicio a cada momento.
Pero hay que seguir teniendo esperanza, y mucha, porque el próximo domingo casi siete millones de niños podrán salir a la calle por primera vez desde que se decretó el estado de alarma, la primera fase y programa piloto de la tan anhelada desescalada, que hará que, aunque muy lentamente, España vuelva a ser lo que era, que es un decir, porque ya no será nunca igual, al menos mientras que esté sobre la faz de la Tierra y a sus anchas el dichoso Covid-19, que nos ha retorcido la vida y nos la ha atado con siete nudos después de darnos tres vueltas de campana.
Me alegra que los niños vuelvan a estirar las piernas, aunque solo sea con uno de sus padres, durante una hora, una vez al día y sin ir más allá de un kilómetro de sus casas. Una regla llena del número uno, que en esto de aceptar sumisamente tantas reglas nos hemos vuelto ejemplares los españoles. Siempre y cuando nos olvidemos de la estadística de las 696653 propuestas de sanciones que se han impuesto y de los 6212 detenidos, una minucia para el conjunto de cuarenta y siete millones de españoles. Las autoridades de la OMS y de la Unión Europea nos han puesto en la pechera la medalla al orden público y privado en nuestras casas, por la impresionante reacción que hemos tenido a la hora de aceptar este confinamiento como un mal necesario. Espero que este sometimiento voluntario no sirva para que el día de mañana alguien se acostumbre a ponerlo en práctica cuando no se deba, por aquello de que comienzas dando la mano y al final te agarran el brazo.
Con tantas malas noticias, y después de haber sabido hoy que se ha producido el menor número de fallecidos desde el 21 de marzo, y que encima hemos alcanzado un punto en el que es mayor el número de personas curadas que el de contagios, ahora sí que nos podemos dar con un canto en los dientes, intentar hacer palmas con las orejas, además de las que damos todos los días a las ocho de la tarde, y si bien no podemos cantar victoria todavía, al menos hay que agarrarse a este alegría como quien lo hace a un enlucido, que bien merecido nos lo tenemos. Que hay que ver cómo nos estamos ganando a pulso que desaparezca, de una vez por todas, esta amenaza que nos tiene en vilo desde hace más de cuarenta días.
Para aquellos que nos hemos entregado más a escribir y estar frente al ordenador que a hacer ejercicio, como es mi caso, los kilos se han echado encima, siento las piernas entumecidas y un extraño agotamiento se ha apoderado del cuerpo, con este síndrome de secuestrado que a ver si dentro de unos días no nos genera ese síndrome de la cabaña del que ya han hablado los psicólogos, que hará que muchísimas personas tengan serios problemas para atreverse a salir a la calle.
Pero me siento alegre porque el próximo domingo los niños saldrán como una bandada de gorriones a revolotear por plazas, callejuelas retorcidas, grandes avenidas, prados de los pueblos pequeños, acantilados, cerros, valles, riberas de ríos, puentes y vistas al mar, a tantos y tantos horizontes.
Han puesto al borde de los nervios a muchos padres, que bien se pueden colgar la corona de laureles, un desafío histórico al que jamás habíamos asistido, ni en esta ni en cualquier otra generación, pues cada proceso histórico es diferente. En la Edad Media también se encerraron temiendo que la peste negra llamara a las puertas de sus casas, y encima no tenían pantallas de televisión ni redes sociales, carecían de móvil y no había ningún informativo que les avisara de lo que estaba pasando. Solo tenían ese miedo irracional, sin saber encima a qué se debía, más despistados todavía que nosotros, que al menos tenemos los asesores científicos del gobierno, por más que un día digan una cosa y al siguiente lo contrario. Ellos vivían en casas oscuras, alumbrándose con velas, tenían poco aire ventilado y tampoco había a la vuelta de la esquina el supermercado donde proveerse de todo lo que desearan, y menos todavía frigoríficos y congeladores para acumular toda clase de alimentos para muchos días. Para más desconcierto, no se había inventado el papel higiénico y ni por asomo los wáteres que nosotros tenemos. Así que lo suyo sí que fue un infierno, comparado con nuestro confinamiento, aparte de que la desolación por la pérdida de seres queridos fue inmensamente más grande todavía que esta que nos está arrancando el corazón a tiros, pues en aquella época provocó la muerte como mínimo a veinticinco millones de personas solo en lo que a Europa se refiere.
Pero cada país y época tiene sus dolores y sus cicatrices, y las nuestras no son pocas. Por eso hay que celebrar que las risas de los niños se vuelvan a escuchar junto con los trinos de los pájaros, que siembren alegría y podamos hacernos a la idea un poco al menos de que este mal sueño, terrible pesadilla, está pasando.
Ahora volverán a sacar sus pelotas, sus patinetes y sus bicicletas, que necesitamos que las vidas vayan teniendo la alegría que ahora les hace falta. Y tras unas semanas, en las que seguiremos cantando el “Resistiré”, deambulando por las habitaciones dándole a la cabeza para ver cómo aprovechamos el tiempo haciendo cosas productivas, también lo haremos nosotros, tratando de ir disolviendo la carga de desolación que en estos momentos estamos llevando a cuestas.
Esta sociedad tan solidaria que es la española se está esforzando al máximo para que los niños también tengan mascarillas, y no solo ha crecido la legión de voluntarios que las cosen con sus máquinas y en sus casas, o en fábricas que antes hacían cualquier otra cosa y ahora se están entregando a confeccionar material sanitario, sino que la policía municipal va de casa en casa repartiéndolas en los pueblos. Qué hormiguero sano de gente buena. Hace días la policía municipal de un pueblo recogía los libros de los niños del colegio y los iban repartiendo de casa en casa, hasta en la última pedanía, y ahora llevan mascarillas a los pletóricos niños, “carne creciendo”, como siempre hemos dicho, que están que brincan como los saltamontes, pensando en ese domingo que jamás olvidarán en su vida, cuando tras su propia cuarentena alcancen el reino mítico de las calles que antaño habían sido el espacio mágico de sus juegos.
La felicidad no será completa, no han llegado todavía los reyes magos, que estamos en abril y con pandemia, y no podrán tirarse por los toboganes, ni jugar con sus amigos, con esto de tener que guardar entre todos el metro y medio de distancia, esta barrera maldita que nos ha puesto el destino y que es una de las cosas más extrañas que he visto en mi vida, una distancia que marcará nuestra existencia a partir de ahora, y que por eso la hará más que diferente para los adultos y para los niños, con un millón de barreras diferentes, transparentes o no, que muy pronto nos van a separar para no poner en peligro nuestras vidas. Que esa sí que es gorda también, las múltiples y multiplicadas cajoneras que van a aparecer en nuestros trabajos, en encuentros en bares y restaurantes, separación y más separación en el teatro y en el cine, en los trenes, aviones y autobuses, en todo aquello que imaginemos, mamparas y más mamparas que nos van a convertir, con el rostro tapado por una mascarilla, en seres huidizos y desconfiados, con esa sensación de alarma constante, de farolillo rojo que avisa del peligro cuando se acerque un ser humano.
Por eso ya viene de camino una tecnología impresionante, de puro siglo XXI, que tiene prisa por la pandemia de entrar antes de tiempo en el XXII, en el que los robots que llevan todo para evitar que los humanos se contagien, y los drones haciendo mil funciones en el aire, nos van a sacar de quicio. Vamos a vivir efectos secundarios y terciarios puros de la Edad Media. En aquella época las pulgas de las ratas provocaron uno de los desastres más terribles de la historia de la humanidad, pero por la tecnología que no es que venga de camino, sino que ya está en marcha, el coronavirus nos ha metido de cabeza en una sociedad de ciencia-ficción como las que antes veíamos en la televisión. Blade Runner para todos y a la carta, con mampara de por medio, los drones volando por encima de nosotros a todas horas, y la proliferación de robots y los más diversos dispositivos para no abrir manivelas, no tener que tocar una puerta, no entrar ni por asomo sin desinfectarnos, como si todos los días pasáramos por un túnel de lavado, pero sin coche, con tal de que no se nos pegue ni un solo virus a las fosas nasales.
Por eso bendita sea una carrera de un niño en los próximos días, aunque al no poder juntarse entre ellos no podrá proliferar de momento el juego de la rayuela, ni el pillado, ni los partidos de fútbol, ni la comba, salvo que sean tres hermanos, que eso sí lo permite la normativa, con lo que dos podrán coger la cuerda y otro saltará sobre ella. Ahora los niños que sean hijos únicos tendrán que imaginarse que están jugando con todos los demás que irán viendo a su paso, cada uno separado de los otros, sin necesidad de mampara de cristal o metacrilato, que ya viene el juego al revés del pillado, más bien a ver quién se aleja más del otro, aunque tengan que pasar por la misma acera. Santo Dios, cuanto recoveco de vida que nos espera, cuánta fuerza de espíritu para soportar lo que no está escrito, esta extraña sensación de que todos somos proscritos, prófugos, de nuestras propias familias, de nuestra camarilla de amigos, de los compañeros del trabajo, de nuestros jefes y empleados, todos separados por una imaginaria burbuja. Por Dios, será como estar confinados de nuevo, pero en nuestro espacio, y habrá que hacer malabarismos para subir en un ascensor en un lugar muy concurrido, por lo que a partir de ahora se utilizarán las escaleras más de lo acostumbrado.
Así que viva la esperanza, nos tenemos que reinventar como seres humanos.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.