Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XLIV
Si hubiera una nueva enseñanza
José Antonio Iniesta
27 de abril de 2020. Ya cuarenta y cuatro jornadas, hojitas arrancadas del calendario de mesa, cruces de todos los colores en las cuadrículas del que nos dieron para navidad, celebrando el Año Nuevo, y que colgamos en la pared con tanto esmero. Menudo año… Imborrable, para nuestra desgracia, de nuestra memoria. 20 y 20, 40, cuarenta días de cuarentena que ya pasamos, con cuatro días de propina y todos los que vienen de camino, que esto no ha terminado. Pero que no decaiga la esperanza, que el 2 de mayo habrá día de puertas abiertas en plan experimento para estirar las piernas y poder caminar por las calles sin sacar al perro como excusa quien lo tiene, ni tener que ir a comprar al supermercado o a la farmacia, solo por el hecho de volver a aprender eso de caminar por las calles como si nunca hubiera pasado nada. Eso sí, ha pasado de todo y tendremos que ir bien pertrechados con nuestro equipo de supervivencia fase 2, kit de exploradores de lo desconocido en el pueblo o ciudad donde vivimos, como si fuera una película de pistoleros: con mascarilla al rostro, guantes en las manos y bien enfundado en cada mano, en vez de un revólver, un frasco de gel y otro de alcohol, y a correr, que la vida son cuatro días y ya nos hemos pasado un buen rato con esta asquerosa pandemia que nos ha revuelto todas las neuronas y ahora tendremos que hacer un prodigioso esfuerzo para volver a ordenarlas, sin que se nos quede olvidado ni un solo axón ni la más mínima dendrita, y a ver si con suerte tenemos toda la reserva de sustancia gris necesaria para asimilar el cambio como Dios manda.
Y viva el salto cuántico de conciencia, que este va a ser de proporciones bíblicas, de prueba olímpica. A ver si no nos desparramamos como tantos que nos provocaron vergüenza y escarnio ayer cuando se pasaron la normativa por el forro de los mismos, sin importarles un bledo, una castaña pilonga y un pimiento morrón que mil y una veces, como las mil y una noches, se nos dijera por activa y por pasiva, en castellano antiguo y moderno, que solo podía salir con el niño o los niños un padre o una madre, no un padre y una madre, que aunque la diferencia sea de una letra, también es precisamente la diferencia otra suma más, intolerable, de muertos, a la lista de esta pandemia que ya nos ha consumido más que de sobra la vida.
Pena, desolación y mucha indignación nos causaron las escenas de paseos marítimos abarrotados como cuando paseo un domingo por la tarde en mis vacaciones en la playa de Cullera, y partidos de fútbol de críos a mansalva, ante la mirada complacida de puros energúmenos de los padres que seguramente estarían aprovechando el tiempo para echar una partida debajo de una palmera o de una sombrilla.
En fin, esta cosa española del mérito a lo grande de este sacrificio que ya nos desgarra las carnes a muchos y de descaro intolerable, como de picaresca de la Edad Media, de los que sin duda no tienen ni dos dedos de frente ni sentido común en la cabeza
Qué espanto siento, de incredulidad inconcebible, incapaz de comprender cómo tantas personas se dejan avasallar toda una vida por oscuros designios sin defenderse, que hagan lo que se les diga sin cuestionar nada a lo largo de toda una santa vida y luego, cuando se les concede un regalo que no se nos da a muchos otros, se salten a la torera, con tres vueltas de campana sobre el burladero, cualquier norma por más que esté escrita en las pantallas de todas las cadenas de televisión, en los periódicos y proclamada y bien voceada en cada una de las emisoras de radio.
Con este nivel de histeria colectiva por desalojar el palomar, que siempre hemos dicho, fue ver que las calles se llenaban de gente después de cuarenta y dos días sin pisar tierra firme los náufragos de las ciudades colmena, y ya parece que sonó la corneta para que todo el mundo evacuara sus casas. A pares se veían los padres con sus hijos, la bicicleta, la pelota, el monopatín, el perro y hasta un oso panda de verdad si lo hubieran tenido. Baldomero, quién te ha visto y quién te ve, españolito de a pie, cuando te dejas la conciencia en el balcón y te olvidas de que en este proceso, que no es ningún juego, se pierde la vida cuando no se gana la partida. Como decía una psicóloga en una de tantas tertulias televisivas: es evidente que a estas personas no se les ha muerto nadie en la familia y hasta el miedo más grande de repente se olvida.
En fin, mira que a veces cuesta rebuscar en los bolsillos a ver si me queda una esperanza, y como a veces no la encuentro la fabrico, me pongo a trabajar con mi máquina imaginaria y la saco de los cajones vacíos, de las páginas de todos los libros que llenan las estanterías de mi enorme biblioteca, detrás del sofá, donde cayó media docena el 15 de marzo y hasta en las macetas del patio, que increíblemente, apenas las he visto, encerrijado, palabra típica hellinera, muchísimo más de lo que tenía que haber sido, en esto de responder a tanta gente, escribir crónicas y poemas sin parar e investigar hasta debajo de las piedras para tratar de entender cuál es el designio secreto de esta pandemia.
Y mi esperanza más grande viene de las lágrimas que se me saltaron, en esta ocasión de alegría, al ver las carreras locas de los niños para salir a la calle, algo que parecía casi inimaginable, con unas caras que solo se ven una vez al año en circunstancias normales, el día 6 de enero, después de que los Reyes Magos lleguen a todas las casas y las llenen de regalos, interminables juguetes con los que luego salen a la calle con los ojos chispeantes, sonrisa de oreja a oreja y color de cara que parece de ensueño. Eso me recordaba al ver a tantos niños mirar con sorpresa el escalón, dar el primer paso, unas veces taciturno, otras como de electrón o rayo, con esa locura infantil de comerse el mundo a bocados.
Aparte de esa vergüenza retratada para siempre de ciertos padres que se dejaron la conciencia y la vergüenza colgando con pinzas de las cuerdas en las que se tiende la ropa, la escena de casi siete millones de niños saliendo a las calles por primera vez, después de una larguísima y casi insoportable cuarentena, fue realmente emocionante.
Espero que esos niños que han sido vapuleados por este destino que ninguno de ellos se merecía sean los que comprendan lo que es verdaderamente importante en la vida, y a partir de ahora maduren con buenas enseñanzas, sabiendo de los peligros de la vida, como es ahora el coronaloquesea, el virusmisteriosoysushistorias, este engendro que cada vez se descubre que produce más síntomas perniciosos y secuelas de los que nadie entre los científicos habría imaginado jamás que provocaría. Pero comprendiendo también estas criaturas que un mundo en equilibrio, sin temores naturales o inventados, es el escenario perfecto para que sus propios hijos, algún día, no tengan que temer que un golpe de pelota se lleve pegado no sé cuántos millones de estos virus a sus casas. Que estas criaturas, hombres y mujeres del mañana, eduquen a sus retoños con sabios valores y grandes principios y finales, para que ninguno de ellos tenga que encerrarse en el futuro para librarse de una pandemia, para que jamás de los jamases tengan que temer que la muerte llame a puñetazos o golpeando la aldaba de la puerta de sus hogares.
Ojalá muchos de ellos, o todos si fuera posible, salgan tan adiestrados en estos días de esta supervivencia, que renieguen para siempre del miedo en sus vidas, para que lo aborrezcan como yo empecé a aborrecerlo hace muchos años, al descubrir que no dejaba de ser un contagio que muchas veces viene de un espejismo, de lo que tememos porque sucedió en un pasado que ya dejó de existir, o porque nos asusta pensar que puede venir de un futuro que todavía no ha llegado, y mientras tanto se paga un inmenso tributo, porque no se disfruta del presente, eso que es lo único cierto y real que tenemos.
Anhelo un tiempo en el que los que ahora vieron como un pequeño milagro algo tan sencillo en apariencia como es volver a pisar la calle, comprendan lo que cuesta estar vivo, lo extraño que puede ser en un momento determinado disfrutar de lo que creíamos que nos habíamos ganado a pulso, que se nos daba regalado, que no hacía falta nada para merecerlo.
El riesgo de la existencia está siempre a la vuelta de la esquina. Vivir, el hecho de venir al mundo, es un combinación de tantos millones de factores como células hay en el cuerpo, que nacer es en sí un milagro. Nunca olvidemos que somos el resultado de la competición más asombrosa que jamás fue vista, la que invisible a los ojos humanos, como lo es el coronavirus, se desarrolla todos los días en millones de lugares del mundo. El mágico campeonato de una miríada de espermatozoides que en carrera loca se disputan no el primer puesto, sino el único puesto para hacer posible que un niño o una niña, como los que ayer salieron por millones a la calle, vean la luz de la existencia.
Todo lo que nos es concedido es siempre un prodigio. Hasta el aire que respiramos será nuestra garantía para sobrevivir si no lo contaminamos. Respiraremos con nuestros pulmones, como corresponde, si somos capaces de frenar la barbarie que pretende acabar con los del planeta, sin los cuales nuestra vida sería imposible. De aquí que mi esperanza en el futuro de la humanidad sea inacabable, porque no me queda más remedio que creer en el navío en el que todos nos podemos salvar ante este naufragio que ya ha comenzado por falta de conciencia, de ética, de vergüenza, de amor por la naturaleza.
Vienen tiempos difíciles, nadie se puede engañar pensando lo contrario, pero es un viento en contra para remar más fuerte, por más revuelta que sea la marea que nos quiera impedir alcanzar el futuro para el que hemos sido creados, por más vaivenes que nos dé la vida, que son, como los golpes que recibe la espada en la fragua, para endurecerla, con el fuego y con el agua, y pueda así resistir las más duras batallas.
Toda empuñadura de una espada es una cruz, es un arma de defensa y ataque, pero es un sacrificio personal, y al mismo tiempo, un punto entre cuatro direcciones, como los cuatro vientos, una de las más grandes enseñanzas de la historia de la humanidad, para comunicarnos en el norte como el aire, con el viento; para encender el fuego que aviva los sentimientos, que nos calienta y alumbra en las oscuras noches, del este; para sentir la fuerza de las raíces, del lugar de origen, el anclaje de nuestros pilares sagrados, que nos hace fuertes y resistentes, en la tierra; para fluir como el agua y navegar en nuestro interior, para que discurra la sangre de nuestra memoria celular, para que el agua del manantial de la montaña llegue a través del río al insondable mar, del que surgió la vida en la oscura noche de los tiempos.
En todo hay enseñanza cuando uno quiere verla. En la irresponsabilidad de los que se quisieron hartar de avenidas y plazas, de playas y ríos, aun poniendo en riesgo este proceso que nos afecta a todos, y en la risa y el brillo de los ojos de los niños, que nos enseñan lo importantes que son esas cosas tan sencillas que ahora se echan de menos. Hay enseñanza en la oscuridad y suciedad de una fragua, donde después surge la hermosa forja de las rejas para colgar las macetas donde nos darán aroma las más bellas flores, y en una espada, que por desgracia ha sido un arma para arrancar vidas, pero también un medio para reclamar justicia, para derrocar a tiranos, para defender a pueblos y familias.
En todo hay aprendizaje si uno quiere abrir los ojos para ver de otra forma. Y también hay enseñanza y sabiduría, escuela de aprendizaje y letra, mucha letra, grande y pequeña, en esta pandemia que nos ha cambiado la vida para siempre, porque para lo bueno y para lo malo, ya no será igual el mundo que conocíamos. Aunque espero que entre tanta locura sea la cordura la que prevalezca, ya que por primera vez en la vida muchos de nosotros hemos visto el horror colectivo, y si por suerte no hemos visto a la muerte cruzar el umbral de las casas de nuestra familia, debemos con más razón, si cabe, ponernos en el papel de los que ahora lloran a sus muertos, a los que no han podido acompañar en vida como hubieran deseado, ni velar sus cadáveres, ni enterrarlos con el acompañamiento de familiares y amigos. Por ellos, siempre con esperanza, hay que rezar en silencio y prometer a lo más sagrado que hay en nosotros, que vamos a hacer lo que esté en nuestras manos para honrarlos, y hacer de este mundo el vergel que siempre hemos querido que sea. Y como nunca nos podremos desprender del todo de este juego de la luz y de las sombras que llevamos dentro, que al menos sea la luz la que prevalezca, que nuestra sensatez, si nos queda alguna como especie, nos conduzca al intento continuado por ser mejores seres humanos.
Se cerró el Palacio de Hielo, una gran morgue que fue ocupada durante días por cientos de féretros. Se desalojan UCIs que vieron a la muerte cruzarse con sanitarios a todas horas por los pasillos. Y ahora los niños unen sus risas a los trinos de los pájaros. Claro que hay esperanza, siempre la hay y la habrá, pues como decimos: la esperanza es lo último que se pierde… Mientras haya aliento de vida seguiré encontrándola bajo un pisapapeles, en un portalápices o al fondo de esta pantalla mágica en la que escribo, que siempre se llena con letras y más letras, con las que busco darle la forma a mi propio destino.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.