AVE FÉNIX CRÓNICAS DE LA ESPERANZA CONTRA EL CORONAVIRUS XLVIII

Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XLVIII
Luciérnagas en la noche
José Antonio Iniesta



1 de mayo de 2020. En el mes de las flores, en plena primavera, cuarenta y ocho días de confinamiento, y lo que queda… Ahora mismo acabo de asomarme a la puerta de la calle porque he oído la voz de un niño. Quién me iba a decir a mí que llegaría un día en el que me asomaría a la puerta para ver al primer niño que pasa por la calle en casi cincuenta días. El primero que veo con mis ojos, caminando, después de aquella niña que con mascarilla en la cara la sacaban sus padres de la casa de enfrente en los primeros días del confinamiento. Pero este es el primero que veo pasar por delante de mi puerta, qué rareza en estos días. Dios santo, a qué extremo puede llegar la vida cuando nos asombramos de ver algo que siempre fue absolutamente normal y corriente. Me quedo perplejo al ver lo que nos está haciendo reflexionar esta asquerosa pandemia, tan terrible como aleccionadora pandemia.
Hace unos días me decía un amigo por whatsapp que me preguntara qué me estaba aportando a mí la pandemia, Y me cuesta encontrar algo que me aporte de positivo, con tanto sufrimiento como me ha traído a mí y a mi familia, con tantos abrazos rotos, tantos besos sin dar y ya camino de dos meses de encierro. Porque si algo puede aportar al ser humano sería valorar lo que podemos perder en cualquier momento, algo que tengo siempre presente, y por eso me agarro, desde que perdí a tantos seres queridos, a cualquier instante que pueda compartir con quienes más quiero. A muchos les debería aportar una reflexión sobre el inmenso daño que la humanidad ha hecho a la naturaleza, pero si hay algo que he amado y honrado desde que tengo uso de razón es precisamente la Madre Tierra, y para nada he sido nunca cómplice de la agresión constante que recibe, siempre entregado a denunciar estas barbaridades y a la defensa a ultranza del medio natural y de las culturas indígenas.
Así que me preguntaba una y otra vez qué es lo que me aporta esta pandemia, aparte de sufrir por los ancianos, de temer que alguien de mi familia se contagie, de haber visto que incontables proyectos que iba a desarrollar se han suspendido, que pasado mañana, domingo, Día de la Cruz en Hellín, sagrado por naturaleza para mi familia, será la primera vez en la vida que no lo celebraré con algunos de mis seres más queridos, troceados, dispersos todos, cada uno en su propio refugio, sin más contacto entre nosotros que alguna que otra llamada telefónica o una vídeo llamada con la que vernos las caras.
¿Qué me aporta a mí realmente la pandemia? Pues por encima de todo el deseo de que este mazazo que nunca olvidaremos nos haya sacado colectivamente de nuestras casillas, hasta el extremo de que le permita a mucha gente preguntarse si el proceso al que se encamina la especie humana en su conjunto nos conduce a una catástrofe planetaria de gigantescas proporciones, muchísimo más grave, infinitamente más, que esta pandemia o siete pandemias que hubiera. ¿Pero es lo suficientemente impactante como para que se cambie el rumbo suicida, hacia la destrucción, ya más que dicho por la ONU y por infinidad de instituciones que comprueban sistemáticamente los datos que confirman los numerosos peligros que amenazan la supervivencia de nuestra especie?
Y esta mañana, al escribir una de las más de cien respuestas que he dado en los distintos apartados de Facebook, de pronto se me ocurrió que lo que realmente me está aportando esta pandemia tiene que ver con la luz de las luciérnagas en la noche.
Hay procesos que sin duda me han cambiado para siempre en estos días, observados desde lo más íntimo e inconfesable, y que tienen que ver con lo que en ocasiones he escrito en estas crónicas, que esta crisis es un examen de prueba, una pura depuración, una activación al máximo del estrés, para llevar al límite a cada persona, como base de experimentación de un cambio de conciencia, nos demos cuenta o no, lo asumamos o no, que tiene como resultado inmediato que surja de cada persona lo mejor y lo peor que lleva dentro.
Si somos capaces de observar nuestros compartimientos aprenderemos mucho de nosotros, porque la cotidianidad, el nivel de comodidad, de simulada seguridad, de mostrar las apariencias más que la verdadera esencia, nos regala máscaras gratis con las que seguir interpretando el papel que siempre queremos que vean de nosotros.
Cuando un virus invisible apareció en nuestras vidas las puso patas arriba, nos cambió todas las referencias, nos partió por la mitad los viajes, los proyectos, a muchos los ha enviado sin piedad a sus casas, sin trabajo, y los bancos de alimentos han experimentado un crecimiento alarmante de solicitudes, no solo de los que ya pasaban apuros para comer cada día, sino de los que formaban parte de una clase media que ahora se ha hundido más todavía.
Y con este mazazo psicológico es cuando se sueltan las riendas de los caballos desbocados y aparecen las luciérnagas en la noche.
La noche a la que me refiero es la que llevamos dentro, la crisis que cada uno vivimos con los problemas particulares de cada día, los miedos al futuro, los llantos interminables que algunas personas me confiesan que tienen desde que se levantan hasta que se acuestan, el pánico a volver a salir como antes, el miedo a morir, con un terror inexpresable que les ha obligado a no pisar ni la puerta de la calle incluso antes de que se decretara el estado de alarma. La noche es el terror sin nombre, inexpresable, el de los duelos que no se han podido completar como se debe, el de las personas enfermas, y no ya por el coronavirus, que aguantan como pueden para no pisar los hospitales, la preocupación constante cada vez que alguien de la familia abandona la casa, pensando si habrá vuelto contagiado.
Esa noche tiene mil caras diferentes y las luciérnagas son las personas que entre tanta oscuridad han brillado desde el primer momento, han iluminado los caminos de los demás. No son los avarientos que se lo llevaban todo de los supermercados en los primeros días, privándoles a otros de los recursos necesarios. No son los que se han saltado el confinamiento todo lo que han podido y más, poniendo en riesgo a otras personas, ni los que se han vestido de sanitarios, estos menos todavía, para engañar a los pobres ancianos, solitarios, atemorizados en sus casas, y robarles. Tampoco son los que añaden más miedo con sus ciberataques, ni los delincuentes de siempre, que son chorizos y lo serán siempre, ni todos aquellos, sin distinción de colores o siglas, de todos los ámbitos políticos, que se han olvidado por completo de que esto es una tragedia colectiva, que no se han acordado de esa frase que nos recuerda que “la unión hace la fuerza”.
Las luciérnagas son todas esas personas que han iluminado en la oscuridad con su propia luz, con la de su arte y su talento, jugándose la vida en los hospitales, dando el callo para que esta sociedad no se venga abajo, con pandemia o sin pandemia siga funcionando. He visto miles de acciones que son maravillosas, de las que ponen lágrimas en los ojos y emocionan a más no poder, y enseñan que no hay que ser demoledor con la especie humana, por más errores que cometamos unos y otros, porque somos muchos, muy diferentes, y siempre digo y diré que la mayor parte de la humanidad no quiere más que vivir en paz, cuidar a sus hijos, tener un trabajo digno, disfrutar de la existencia en amor y compaña con sus amigos y familiares. Gente sencilla de buen corazón, por más que haya muchos con inmenso poder oscuro para para pudrir tantas manzanas como caigan en el control de sus cestos.
Y me ha cambiado la pandemia para siempre al darme cuenta de las luciérnagas que tengo a mi alrededor, más que nunca, porque la lupa aumenta la sombra bien oscura de muchos que venían con máscaras a todas horas, decoradas, los que siempre estuvieron para recibir a espuertas lo que les diera, los 365 días del año, pero que de pronto dejaron de estar y no dieron, aunque solo fuera una mínima parte de la luz que yo pudiera echar en falta en ellos.
Todos se han esclarecido de una forma u otra, todos han destacado porque la oscuridad de la noche se hizo más intensa que nunca, y no hacía falta que los nunca estuvieron realmente se manifestaran, que ya lo hicieron sin decir palabra, porque sencillamente no se vio su luz de luciérnaga en la oscura noche, y en ocasiones, debe ser que el virus también quita hasta las máscaras que estaban más pegadas, en vez de sostener o agradecer la entrega de una vida, arremetieron sin venir a cuento, arrancando los cimientos de los edificios de hermandad construidos a lo largo de toda una vida.
En esta crisis está saliendo lo mejor y lo peor de cada uno, lo supe desde el primer día, y aun con el más terrible dolor que alguien pueda imaginar, aunque sé que cada uno tiene sus propias heridas, como siempre creo en la esencia del Ave Fénix, tendré que entender, para darle la vuelta a la tortilla, que Dios, el Universo, la vida y la pandemia, me han hecho el inmenso regalo de ver cómo cada uno se retrata cuando baja la guardia y la crisis que todos compartimos arranca máscaras igual que abre heridas.
Benditas sean las podas que hasta con el dolor en el hígado, la garganta reseca, el pulso acelerado y una patada en la boca del estómago, te deja el árbol limpio, libre de ramas secas, para que en esta primavera reverdezca y dé en los próximos meses los mejores frutos.
Me agarro a lo que siempre he pensado, a pesar del sufrimiento que entrañe, que las más duras pruebas son las que más nos enseñan de nosotros mismos y de los demás, pues como siempre decimos: “a la hora de tomar café todos somos buenas personas”. Se muestra la verdadera naturaleza de un ser humano, de su entrega, de su generosidad, cuando se le pone al límite. Entonces es cuando sale el “ángel” o el “demonio” que lleva dentro, cuando se descubre quién es realmente.
Una danza de luciérnagas en un bosque en plena oscuridad de la noche está siendo esta pandemia, esa belleza de vuelo que es sin duda uno de los espectáculos más hermosos que se pueden ver en la naturaleza, porque el espectáculo es mágico, como de otra dimensión, propio de un cuento de hadas.
Esas chispas luminosas las he visto por todas partes en estos días, y son el fundamento, la base sólida, la raíz, de mi esperanza en que un nuevo mundo nos espera. No es agradable una pandemia, nunca la deseamos, pero está claro que siempre aportará beneficios, porque no hay nada malo en este vida que no nos transforme de una u otra forma, y es posible que nuestra especie necesitara un gran mazazo para sacarnos de nuestro antiguo punto de encaje, para atrevernos a recorrer territorios nunca explorados, que si bien nos crean una inmensa inseguridad, también es verdad que nos están ofreciendo una visión más completa de nosotros mismos, demostrándonos que no necesitábamos tanto de lo que acumulábamos, y que eran de vital importancia muchas otras cosas que nos pasaron desapercibidas, sencillamente porque eran habituales.
Nos tiene que quitar algo el destino para valorarlo. Nos tiene que privar de lo que era de vital importancia, pero no se la dábamos porque teníamos los ojos llenos de mollas de pan. En un mundo de estómagos agradecidos, de hipócritas a tiempo completo, de traidores por vicio mantenido, donde la manipulación se convierte en moneda de curso legal y el sometimiento del humano por el humano es lo habitual, tenía que venir una gran oscuridad para que se camuflaran en ella los que siempre han sido oscuros, y brillaran los que tienen luz propia, pero que no se les veía con tanta fuerza porque, sencillamente, las luciérnagas no brillan durante el día, es durante la noche cuando necesitan ser vistas.
Todo lo que parece malo puede que no sea malo del todo, igual que no es necesariamente bueno lo que se muestra como tal, si lo que quiere hacer alguien es camuflarse como un camaleón para comernos con su larga lengua cuando menos nos damos cuenta.
Esta pandemia me ha permitido adentrarme en la oscuridad de múltiples formas, de sufrir como los demás pensando en que podría perder a muchos de mis seres queridos, ha partido por la mitad proyectos que Dios sabe cuándo verán la luz y me sumerge, como a muchos otros, en un futuro que no quiero verlo tan inquietante como parece. He vivido tantos procesos diferentes desde que comenzó el confinamiento que he hecho un curso intensivo de una vida en casi cincuenta días, y aun con las heridas con las que saldré de esta, como todos los demás, reconozco que el dolor más grande ha sido descubrir lo insensibles que pueden ser algunas personas, que no saben ni por asomo lo que significa la empatía ni el agradecimiento, ni siquiera la dignidad como ser humano, cuando son capaces de dañar a quien tanto las aprecia. Esa condición inhumana, que ni por asomo se puede comparar con la de las bestias, porque los animales, todos, absolutamente todos, merecen mi respeto como obras de vida de la Creación de Dios, me aturde y juro por lo más sagrado que jamás la entenderé. Pero la noche oscura de la que siempre han escrito los místicos, que no tiene nada que ver con la negrura de la noche en la que brillan las estrellas, es también un regalo del cielo para saber cuántas luciérnagas tenemos cada uno de nosotros a nuestro alrededor. Y hay millones que han brillado en el experimento colectivo de conciencia de la humanidad en estos días, y han resplandecido también muchísimas en el pequeño universo que es mi propia alma. Tengo esperanza para dar y recibir en esta tarde, porque siempre están los que de verdad deben estar, los que se lo ganan a pulso, los que vuelan con luz propia en un bosque en el que la noche nos permite descubrir lo hermosa que es la luz de las luciérnagas.

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.