Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
XLIX
La noche oscura del alma
José Antonio Iniesta
2 de mayo de 2020. Día número cuarenta y nueve de confinamiento. Pandemia mundial por Covid-19. Secuencia histórica por contagio, a gran escala en el planeta, de virus y bacterias a lo largo de la historia. Un enigma, a pesar de todo, por el estrago que está causando, no el más grande que estos microscópicos seres han provocado en distintas ocasiones a lo largo de la historia de la humanidad. Un proceso duro, un cambio de paradigmas, un viaje iniciático a los remotos rincones de nuestra conciencia para sobrevivir como especie. ¿Salimos de un letargo o es a un letargo al que nos encaminamos, he ahí la cuestión, que diría el inmortal William Shakespeare si estuviera escribiendo una obra de teatro durante este largo, inquietante, y al mismo tiempo, esperanzador confinamiento?
Y en esta tarde de mayo, con los campos que no vemos llenos de flores, bajo un sol de justicia resplandeciendo de forma exultante en la cal de las paredes, a punto de celebrarse de la forma más extraña una de las tradiciones más importantes de Hellín, la del Día de la Cruz, que será mañana, Dios mediante, se me viene a la cabeza, de forma insinuante, un concepto y experiencia que es parte de la mística cristiana de los tiempos pasados y del presente, pues nunca hemos dejado de tener místicos, aunque sean urbanos y se adapten a los usos y costumbres del siglo XXI.
Siempre me asombró esa descripción imprecisa, a media luz, de lo que los místicos como Santa Teresa Jesús y San Juan de la Cruz reconocieron como la noche oscura del alma, un proceso que es intraducible, inexpresable, y por supuesto, irreconocible si no se vive en primera persona, pero que a grandes rasgos consiste en un vacío absoluto, una soledad infinita, una amargura sin parangón alguno, que viene cuando el proceso espiritual ha llegado a tal nivel, a tan elevada condición, que el viajero espiritual, el penitente, el aventurero de las más asombrosas dimensiones, tiene que desprenderse de todo, o algo le empuja a que suceda sin que lo desee, porque no hay forma de seguir acumulando experiencias sin que desaparezca lo que llevábamos a cuestas. Es, para entenderlo, como el formateo de un ordenador, el borrado de memoria de un disco duro para que quede capacidad para seguir llenándolo con nuevos datos. Nada se adapta realmente en la definición a la noche oscura del alma, que es una de las experiencias más terroríficas que puede experimentar un ser humano, algo que parece una maldición o un castigo, pero que con el tiempo se llega a aceptar que ha sido un inmenso regalo, fruto del plan secreto de la divinidad, para la que todo es amor, a pesar de la forma que adquiera la experiencia, cuyo propósito es siempre la evolución constante, la necesidad imperiosa de morir por dentro para nacer de nuevo, para saltar a una nueva octava, como siempre se ha dicho en el movimiento en espiral de la escala musical de los iniciados. De nuevo, el arquetipo del Ave Fénix…
La especie humana en su conjunto no ha conseguido ni por asomo, en su totalidad, ningún nivel de vibración altísimo, de suprema conciencia, todo lo contrario, se debate en una dualidad constante que le hace vivir en lo que interpreta como paraíso cuando es feliz y en lo que se inventa como infierno cuando sufre. Para nada ha alcanzado nuestra especie una vibración mística como la de aquellos que reconocieron la grandeza del “vivo sin vivir en mí”, o la fusión con la fuerza vital de infinidad de rostros de la Madre Tierra, como el hermano Francisco de Asís, un auténtico santo en la pura expresión de la palabra, que sin duda, más allá de la metáfora, supo de la lengua de los pájaros y del hermanamiento con el sol y la luna a todas horas.
La humanidad está todavía en su camino de oruga, si acaso escondiéndose en su propia oscuridad para ir transformándose como crisálida. Pero desde que existe un solo ser humano sobre la faz de la Tierra son muchas las orugas, en todas las generaciones que han sido, que se han convertido en mariposas. Algunas llegaron a volar muy alto, alcanzando la maestría para descubrir el misterio que permite atravesar todos los umbrales, que es como recorrer todas y cada una de las capas de una gigantesca cebolla.
El personaje cinematográfico de Neo, en su pura evolución de la trilogía de Matrix, empezó a seguir al conejo blanco, como lo hacía Alicia en el País de la Maravilla, para encontrar a Morfeo y tomarse la pastilla adecuada que le permitiera recordar su naturaleza puramente humana, después de haber sido utilizado como sustento de energía por la inteligencia artificial, una premonición grandiosa del camino en el que peligrosamente nos adentramos. Es el puro arquetipo del avatar que alcanza la iluminación y descubre su auténtico poder como ser divino, como punto de fusión de todos los hilos de luz que convergen en el centro de todos los centros, en el auténtico ónfalos (ombligo cósmico) que es la Fuente, de la que todo emana, de la que todo surge, principio y fin de la Creación y de la existencia.
No, la humanidad no está todavía preparada para convertirse en mariposa. Ojala que fuera mañana mismo, y así no libraríamos de pruebas iniciáticas, las más suaves y las más duras, que nos cuarteen por dentro y por fuera hasta que se caiga la venda, abrir los ojos y despertar a una nueva conciencia. La humanidad en el presente no se aleja demasiado del espejismo ilusorio del mito de la caverna de Platón, en la que el que está encarcelado solo ve delante de sus ojos las sombras de los seres que pasan por la entrada de esa caverna, proyectando algo que no es real, pero que el prisionero, a fuerza de verlas desde que nació, cree que son la pura realidad de la existencia. Cuando es liberado y se encuentra cara a cara con los seres humanos que proyectaban esas sombras, cree que no son reales, porque sencillamente nunca se le enseñó a ver con los verdaderos ojos. La realidad en la que había creído no era más que una ilusión, el concepto de “maya” que se utiliza en la India, de espejismo, de engaño de la mente.
De igual forma, los seres humanos dan por hecho que todo lo que ven con los ojos es real, que todo lo que tocan, huelen, saborean, escuchan, oyen, son los pilares de la única realidad que existe, sin darse cuenta de que hay infinitas formas de concebir eso que conoce por realidad, e incontables planos y dimensiones donde lo que encontraría, si pudiera verlo, tocarlo, olerlo, saborearlo y escucharlo, le rompería los esquemas mentales que ha ido construyendo sobre una gran mentira, una absoluta falacia. Siendo condescendiente, una mínima parte de la realidad absoluta, múltiple y multiplicada, de lo que algunos conocen ya como multidimensionalidad.
Parece que esto no tuviera que ver con una pandemia, pero claro que guarda relación, como con la primera guerra mundial, la segunda y cada acontecimiento histórico de gran magnitud que golpea como un tsunami las estructuras sociales de todo un planeta, que hace que se derrumben en ocasiones para luego volver a reconstruirse con lo que se conoce como un nuevo paradigma.
Muchas guerras fueron el preludio de nuevas tecnologías, las grandes catástrofes provocaron la invención de remedios para evitarlas o disminuir sus efectos en el futuro. Hasta los más terribles acontecimientos cambiaron por completo la línea de tiempo de la evolución del ser humano, un hecho que comprobé, como nunca antes lo había imaginado, cuando vi impactar el primer avión que golpeó a una de las Torres Gemelas. Nada fue igual en el mundo desde que el emperador Constantino dijo haber visto una cruz en el cielo y el cristianismo antiguo se fue convirtiendo en el catolicismo que conocemos. El descubrimiento de la penicilina ha salvado millones de vidas desde que fue descubierta, pero también se ha convertido en una pesadilla para el ser humano que se descubriera la radioactividad, y quienes mejor lo saben son las víctimas de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Y ahora, esta pandemia ha movido por completo el raíl de nuestro destino y el tren que viajaba a toda velocidad ha cambiado de dirección, y no sabremos hasta dentro de mucho si lo hizo, a pesar de lo que ahora pensemos, para bien o para mal de las generaciones futuras. Lo que sí sé es que al ritmo que íbamos, y al que vamos, si los seres humanos se vuelven a entregar cuando pase el miedo a la imparable depredación del medio ambiente, es que estamos condenados a la destrucción colectiva de la mayor parte de nuestra civilización, lo que nunca supondrá, eso lo tengo más que claro, en el peor de los casos, la desaparición total de nuestra especie. Aunque sí nos llevaría ese destino truncado a la prehistoria tal como la conocieron nuestros antepasados, y no en parajes llenos de bestias salvajes, sino entre las ruinas de millones de ciudades y poblados abandonados.
En mi metáfora del día estamos asistiendo a una noche oscura del alma, no la del místico de elevada altura, sino la del humano perdido de alguna forma en un cruce de caminos al que se enfrenta desde el comienzo de los tiempos conocidos. Y ahora es cuando nos hace falta la valentía de despojarnos de cuanto nos sobra, de tanto como cargamos a cuestas por vicio, desgarrando con tanta avaricia a la Madre Tierra, para no poner en riesgo ni al medio ambiente, ni a nosotros mismos.
No me cansaré de reclamar la necesidad de un cambio. En cada noche oscura, de las auténticas o de esta de sociedad urbana, solos o colectivamente, nos hundimos en el vacío más absoluto, nos sentimos confusos y abandonados, creemos que hemos perdido las referencias que nos unían a nuestro pasado, experimentamos la angustia de no saber qué va a ser de nosotros. Y eso, por duro que parezca, y no termina de asimilarlo mucha gente, aunque triste, es necesario. Teníamos demasiadas altas miras para acumular todo tipo de posesiones y lo llamábamos prosperar, aunque fuera a costa de acumular sin cesar materia prima que no venía del aire. Provenía de la naturaleza, en forma de maderas, de vegetales, de animales, de minerales, todo para el gran logro del peligro número uno para nuestro futuro, toda una lacra que, sin embargo, se escribe con tan solo tres letras: ego.
No era nuestro propósito como especie convivir sanamente con la naturaleza, dejando de tener lo que deseábamos para que lo tuviera ella, era más bien rapiña a todas horas, crueldad sin límites con los que la han defendido desde siempre, para que sus voces enmudecieran. Y era de esperar que más tarde o más temprano, tanta ansia de diamantes de sangre, de petróleo de las venas de la Tierra, tanta porquería arrojada a los mares, tanto cáncer de hoguera en los pulmones del planeta, se volviera contra el virus que somos, que nunca hemos dejado de ser desde que bajamos de los árboles y empezamos a construir útiles de piedra.
Estaba escrito… El contagio del virus humano se hacía imparable, cada vez se extendía por más lugares de la Tierra, devorando cada una de las partes de su cuerpo, inmenso, biodiverso, el de un ser que afirmo y afirmaré mientras viva, porque de lo contrario sería un traidor a lo que he visto con mis ojos y a lo que creo, que es un ser vivo, aparte de un inmenso conjunto de seres vivos, que tiene conciencia y plena esencia espiritual y propósito evolutivo.
De algo tienen que servir las noches oscuras del alma que se llenan de conocimiento para comprender esto. Lo que nunca me permitiré es ser cómplice de una gran mentira, de genocidas de la especie humana y asesinos de la naturaleza en su conjunto, de esos que se jactan de que van a despojar a los indígenas de su tierra o que van a crear muros separando las fronteras, y que luego se someten al voto en las urnas y encima triunfan, gobiernan y se manchan la sangre con la complicidad de todos aquellos que los han votado, al tiempo que el resto del planeta se cruza de brazos, porque hay muchos intereses comunes, billones de dólares, de euros y de libras en juego, todo un propósito de una particular supervivencia de la élite oculta más carroñera que nadie pueda imaginar que exista.
Así que la noche oscura de nuestra alma colectiva se ha resentido como no recordábamos y se lamenta del infortunio, pero es bueno, y hasta necesario, bajar hasta lo más oscuro del pozo para morir en nuestras propias miserias, de forma figurada, y así renacer de nuevo. Porque cuando se llega a lo más profundo de un pozo ya no podemos seguir bajando, y entonces solo queda empezar a subir para ver de nuevo la luz a la salida.
Los tiempos que vivimos exigen templanza, pero también dignidad y auténtica necesidad de cambio, porque si no se hace así, lo único que pretenderán algunos es seguir conservando su propio estatus, su mediocre parcela de riqueza. De nada sirve pedir que esto pase si uno no conspira sanamente para que desaparezcan esta y todas las lacras del planeta, la que nos ha consumido en estos días, pero también las que llevan consumiendo a infinidad de pueblos, etnias, civilizaciones, a lo largo de la historia, y todo eso porque había un virus feroz, para el que no existe vacuna conocida, que se llama ser humano.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.