Ave Fénix
Crónicas de la esperanza contra el coronavirus
L
Cruces de mayo
José Antonio Iniesta
3 de mayo de 2020. Número 50, más que redondo, de días confinado, sin haber ejercido ni siquiera ayer y hoy mi derecho a salir a la calle a caminar en esta desescalada, que se dice pronto. Cincuenta días viviendo tantos procesos que me parece que llevo ya toda una vida con esta pandemia que nos ha cambiado la vida a todos.
Cincuenta crónicas, a seis o siete páginas en texto de word de media, es un buen broche de oro para todo este volcado de emociones, reflexiones, confesiones y tantas palabras que terminan en iones, nada más adecuado para esta carga eléctrica con la que he escrito cada una de ellas sin saber, cuando me sentaba frente al ordenador, qué sería lo que escribiría. Pura conexión con un yo profundo en esta intensa oleada de procesos que se han sucedido cada día desde que me levantaba hasta que me acostaba.
El título que me ha venido de repente encierra ya todo el mensaje de esta crónica, que nunca mejor dicho, es un epitafio con sabor de esperanza…
Hoy es el Día de la Cruz en mi tierra hellinera, una sagrada tradición que se ha quedado, como tantas cosas desde que revolcó nuestros hábitos esta pandemia, en agua de borrajas. En triste papel mojado, porque si algo forma parte especialmente de la esencia de esta celebración, es la comunión con la naturaleza en sana convivencia con familiares y amigos, lo que es totalmente incompatible con los tiempos que vivimos.
En el Día de la Cruz, la tradición de siempre ha sido construir las típicas cruces de mayo, unas andas a hombros de niños y niñas en las que se lleva una cruz engalanada con flores. La tradición se extiende por toda España y muchos otros países, como pude comprobar cuando viví una de las más grandes experiencias antropológicas de mi vida, al celebrar un día 3 de mayo danzando junto a la Cruz de Xochen en mi viaje iniciático maya por tierras de México.
Cruces de mayo, el mes de las flores, completando las cincuenta crónicas con una alegoría perfecta para cerrar un ciclo y comenzar otro con nuevos escritos, sean los que sean, porque tanto las cruces como las flores son ahora en mi mente los símbolos fundamentales de este viaje iniciático que ha sido para mí un proceso de lo más intenso, nunca agradable, para nada alegre, pero sí lleno de esperanza para que pudiera transformar al mundo entero, o al menos nos hiciera pensar en qué medida podemos ir cambiando poco a poco para ser más fuertes y justos ante cualquier amenaza que a partir de ahora se cierna sobre el planeta entero.
En este proceso mágico de escribir las crónicas, sin argumento previo, de pronto me llega una frase, una imagen, una reflexión, y eso ya es la punta del ovillo para desenredar el ovillo entero, y en esta tarde en la que ya está oscureciendo, pero en la que todavía vuelan los vencejos sobre mi cabeza, se juntan en un vórtice imparable todas las frases, imágenes y reflexiones que he reflejado en cerca de trescientas cincuenta páginas llenas de acertijos, de mensajes cifrados, de melodía secreta en las palabras y más dardo a la diana de lo que nadie se imagina.
En esta fusión de ritos cristianos y de los mal llamados paganos, que prefiero denominarlos ancestrales, la tradición de la cruz cristiana, ya acabada la Semana Santa, con la recreación de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, se une a la exaltación de la naturaleza, de la vida, la resurrección, el despertar de toda ese fuerza, energía y germen de la Madre Tierra.
Cuántos símbolos maravillosos se encierran en esta tradición tan hermosa, de la que tantas veces he escrito o he hablado a través de entrevistas de radio, y hoy, más que nunca, en este epitafio literario de un ciclo de crónicas que ha supuesto tanta emoción como dolor escribirlas, se me muestran en bandeja para explicar lo que quiero contar, como resumen de lo que ha sido desde el primer momento la pandemia.
Las cruces que se llevan en andas son para mí ahora las de todos aquellos que se nos han ido en esta terrible enfermedad que ha removido hasta los más profundos pilares de nuestra sociedad, las de las más de veinticinco mil personas que nos arrebató para siempre, sembrando con dolor los hogares de tantas ciudades de nuestro país, en la rosa de los vientos, en los cuatro puntos cardinales. Son seres a los que hoy, más que nunca, quiero honrar con mis más profundos sentimientos, hombres y mujeres que jamás imaginaron hace unas pocas semanas en qué medida iba a cambiar su vida, hasta el punto de que ya no están entre nosotros, y no lo estarán nunca, salvo en la energía, el amor, la esencia de los seres de luz que sé que siguen estando…
Son más de veinticinco mil seres humanos, si es que no son muchos más los que no han entrado en el recuento. Por todos ellos, sean los que sean, rezo y deseo con todo mi corazón que hayan regresado al verdadero hogar al que todos pertenecemos. Y hoy, más que nunca, también Día de la Madre, habrá heridas oscuras, clavos en el corazón, amargura sin límites y llanto interminable por tantas madres que han dejado un hueco que nada lo puede llenar y que así será por siempre…
Por cada uno de ellos hay una cruz en un horizonte que imagino, que se proyecta en nuestro futuro, para que nunca los olvidemos, para que nunca caigamos en las trampas de los enfrentamientos, de los recortes que debilitan a nuestro sistema sanitario, y no llenemos de fosos oscuros esta sociedad en la que tanta gente está cayendo al carecer de los más mínimos recursos.
La cruz como símbolo de crucifixión, de muerte, culminó en Semana Santa con la resurrección, como en su día escribía, y por eso siento con toda mi alma que ellos ya han renacido de otra forma, en otra frecuencia, en otra dimensión, y ahora las flores que engalanan esas cruces de mayo que este año no se han podido sacar a la calle, son por enésima vez el símbolo de la vida, de la regeneración constante de la naturaleza. Y nosotros, como parte de la naturaleza, también nos regeneraremos para salir del pozo oscuro en el que nos hemos hundido por los azares del destino.
La naturaleza, como expresión sublime de esta extraña primavera, se ha vestido con toda clase de flores, de aromas de pétalos de todos los colores, e infinidad de especies animales han venido a visitar las ciudades del mundo, a oler la ausencia y escasa presencia de los humanos en el territorio que les fuimos arrebatando.
Una de las sensaciones más acuciantes que he tenido en estos días es descubrir, como siempre supe, pero más ahora, que la naturaleza realmente no nos necesita. Nos necesita Gaia, Pachamama, la Madre Tierra, pues nos ama como a todos sus hijos, sean los que sean, pero la naturaleza en sí tiene su propio plan, evoluciona por sí misma, falte una especie o diez mil, se extiende por todas partes, se reequilibra a cada momento. Si no volviéramos a salir a las calles nunca más, aunque esto no sucederá, aunque desapareciéramos para siempre de la faz de la Tierra, la naturaleza no se destruiría, todo lo contrario, avanzaría a pasos agigantados hasta cubrir por completo todo lo que durante miles de años hemos construido. Han sido tan solo algo más de siete semanas y ya se ve cómo la hierba crece por las calles de forma exagerada, alentada por esas intensas lluvias, como ya no recordaba, que han caído día tras día. La hierba cubriría todas las piedras, adoquines, baldosas con las que hemos ido pavimentando el suelo virgen que transformamos a cada momento. Y las semillas volverían a resquebrajar los suelos como lo llevan haciendo desde hace siglos y siglos. Y donde ni siquiera imaginamos, los árboles crecerían a lo largo de los años, un suspiro para la conciencia mental y espiritual de la Madre Tierra. Y todo sería un vergel de nuevo, rebosante de especies animales de todos los géneros, para los que cualquier hábitat natural es un medio idóneo para seguir reproduciéndose.
Nada he escrito sobre las crispaciones personales, el desencanto al ver tanta estupidez humana en ocasiones, los sufrimientos en los primeros días tratando de ponernos a salvo en la familia, cada uno como podía, el pavor, como nunca antes lo había experimentado, para conseguir sacar de Gerona a mi hija, en el otro extremo de España, justo en ese momento en el que los accesos a ciertos pueblos de Cataluña se estaban cerrando, por la expansión de la pandemia, antes incluso de que se hiciera en el conjunto de España. Nada he contado sobre las pesadillas que he tenido, numerosas, pero tampoco de los sueños maravillosos que me revelaban tantas historias prometedoras de futuro y de la energía que, a pesar de los pesares, estaba protegiendo a los seres humanos. Nada he reflejado aquí de la terrible experiencia de un Viernes Santo, cuando supe de una forma descarnada lo duro que estaba siendo el proceso de desencarnar de tantos que estaban falleciendo. Apenas nada he escrito de las señales de las que tuve noticia antes de que todo esto sucediera, las visiones que tuvieron muchas personas que sabían que algo terrible se nos venía encima, y de tantos mensajes extraños, pero coherentes, que se han ido confirmando, que me han transmitido en incontables llamadas o correos tantas personas desde los más remotos lugares de España y fuera de España.
Una vida entera parece que llevo viviendo esta pandemia, de tan intensos que han sido todos los acontecimientos, con esos aislados y extrañísimos recorridos que he hecho para llevar comida a mis queridos amigos del reino animal, cuando asistía a un espectáculo de desolación de calles más propio de una película de ciencia-ficción que de otra cosa, como nunca creí que llegaría a ver, especialmente aquel Domingo de Ramos sin ver prácticamente a ningún ser humano en las calles que me heló la sangre y hasta el tuétano, con esa escena de vacío y tristeza infinita en una ciudad que bien puede presumir de tener una Semana Santa que está entre las mejores de España.
De todo ha pasado desde aquel 14 de marzo en que cerré un museo que ya no se ha abierto desde entonces al público, desde esa noche en que se declaró el estado de alarma, y desde aquel amanecer del 15 de marzo en el que me asomé por la ventana y solo vi tordos y palomos sobre los tejados, cuando el silencio se me clavó en las sienes como jamás antes lo había hecho.
Desde entonces me he agarrado a la esperanza, y lo haré por siempre. Jamás imaginé que el simple hecho de escribir estas crónicas supondría para mí tanto dolor, tanta necesidad de poda en mi existencia, tantos cambios que ya empecé a hacer desde hace muchos días. Ha sido una exploración intensa, incluso más intensa de lo que quizás debería haber sido, mostrando en muchas ocasiones el corazón y las tripas.
En un Día de la Cruz normal y corriente, los niños habrían salido a la calle, cuatro en cada cruz de mayo, pidiendo una “limosnica”. Ahora los niños de Hellín, como los de todo el mundo, nos han dado una lección inmensa al pasar tanto tiempo confinados, dibujando un arco iris, aplaudiendo a las ocho de la tarde como agradecimiento a tantas personas que se están jugando la vida por nosotros. Han intervenido en programas de televisión, han hecho dibujos para compartir su propia esperanza en que todo esto terminará algún día, se han puesto la mascarilla cuando hace unos pocos días pudieron salir por primera vez a la calle. Ellos son el futuro, ellos son la esperanza. Espero que esta experiencia se les grabe a fuego, pero no con tristeza, con amargura por lo que también perdieron, sino para pensar que es necesario vivir en un mundo sin miedos, porque el miedo es lo que más se ha extendido por todo el planeta junto con el miedo.
Los seres humanos tenemos ganas de vivir, lo que se ha demostrado en esa explosión de personas que de nuevo se echaban a la calle en horas determinadas como parte de este programa piloto que hará algún día que hasta el último de los ciudadanos españoles pueda volver a tener una vida como la de antes, multiplicada en relaciones de afecto con todo tipo de seres humanos.
Entre todas esas cruces que se vislumbran en un imaginario horizonte, la mayor parte ha sido de esos seres tan entrañables que hicieron posible nuestra existencia, los más ancianos, que se han ido en tropel y en silencio, y por desgracia, por las terribles circunstancias de esta pandemia, sin poder tener a sus seres queridos a su lado en los últimos momentos de su existencia. Benditos sean por siempre. Pero quedan millones a los que darles un cariño inmenso, para pasar horas y horas recibiendo su amor y la sabiduría que han acumulado a lo largo de los años.
Suenan las campanas de la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción ahora y quiero convertirlas, en mi imaginario particular, en un homenaje a las víctimas de esta pandemia, a las que se unen a las de la gripe española, de la plaga de Justiniano, de la viruela, del cólera, del tifus, de la peste negra, de tantas y tantas como ha sufrido nuestra humanidad a lo largo de los siglos.
En este día de las cruces de mayo siento el dolor inmenso por todos los que han muerto, pero también recuerdo a cada momento esas flores que son nuestro homenaje, y el fruto y la manifestación de una Madre Tierra que, sin ningún lugar a dudas, no quiere acabar con nosotros. Ninguna madre que sea buena abandona a sus hijos, y Gaia no lo hace, ni a la especie humana ni a cualquier otra, pero seguro que en el equilibrio de la naturaleza hay un mensaje oculto, un aviso, un toque de atención para que descubramos, como tantas veces he escrito en estos días, que nosotros somos el virus más contagioso y peligroso del planeta, el único que realmente está poniendo en peligro no solo a la especie humana, sino a todo el conjunto de la biodiversidad planetaria.
El coronavirus, el Covid-19, que será la última vez que lo cite en el conjunto de estas crónicas, es una amenaza muy pequeña en comparación con la que supone nuestra propia existencia, y esto es una realidad incuestionable, se quiera o no se quiera comprender, porque así está siendo desde que empezamos a multiplicarnos más de la cuenta, cuando la fase de contagio con la multiplicación de nuestro genoma se hizo más intensa.
Como una cruz de mayo es el símbolo del cambio de conciencia con el que sueño, la esperanza que ha formado parte de estas crónicas desde el principio, cuando varias personas de distintos lugares me pidieron que las escribiera, porque sabían que era terrible lo que se avecinaba y confiaban en que mis palabras serían un apoyo, una chispa de vida para soportar este largo calvario que desde luego está siendo este confinamiento, no tanto por el encierro en sí, que ya es pesaroso, sino por este cáustico, sufriente y casi insoportable goteo de cifras de muertos que conocemos a diario.
Pero la esperanza siempre se abre camino, como lo hace la hierba en las calles para cumplir el propósito de la Madre Tierra, que es el de llenar el mundo con lo más bello que pueden contemplar nuestros ojos: la pura vida multiplicada hasta el infinito.
Deseo con todo mi corazón que esta siembra de esperanza que he hecho, unida a la de tantos millones de seres humanos de todo el planeta, dé como fruto algún día la mejor de las cosechas. Todo es una experiencia para el crecimiento colectivo, todo, sea su manifestación alegre o triste, suave o dura. Avanzamos como especie en el camino de la evolución, a la espera, consciente o inconscientemente, del salto cuántico que nos corresponde para alcanzar un nuevo escalón con el que acercarnos más y más a la conciencia divina. Si lo hacemos en armonía con el conjunto del planeta seguro que lo conseguiremos. El Ave Fénix siempre renace de sus cenizas…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.