EL ESPÍRITU DE LA OTRA NAVIDAD

El espíritu de la otra Navidad



José Antonio Iniesta

En el amanecer  de eso que casi todo el mundo llama Año Nuevo…

Rayando el alba, cuando apenas empezaban a verse los primeros rayos de sol de eso que a voz en grito todo el mundo expresa como feliz Año Nuevo, abrí los ojos y sentí, con el más vivo deseo, que no había mejor forma de empezar este denominado Año Nuevo que dejando expresarse una vez más al corazón, y dedicarme al sagrado oficio de transformar los sentimientos en palabras.

Porque cuando para tantos comienza hoy, 1 de enero de 2008 en el calendario gregoriano, un nuevo año, y una cascada de promesas flotan todavía en las burbujas del champán o del cava (yo me quedo con la sidra de mi amigo el gaitero), comprendo, y aún lo entenderé mejor mañana, que hay otros ciclos sagrados de los que no entienden los calendarios, esos montones de cuadraditos tan artificiales que se cuelgan en los talleres abanderando lo mismo a un santo que a una chica con los pechos al aire.

Gracias al fluir del Tiempo, precisamente del Tiempo sagrado, descubrí que el flujo de los instantes no lo prefija ningún según ser humano, ni siquiera el papa Gregorio XIII, que para eso se encarga el Cosmos de regular cada pulsación de la vida, y no desde que el mundo es mundo, sino desde que Dios dijo que se hiciera la luz y la luz se hizo…

Así que comparto la alegría con mis familiares y amigos, porque es buena costumbre la de compartir la alegría, y brindo todo lo que haya que brindar por un año nuevo, por un mundo nuevo, por un libro nuevo, por un suspiro nuevo, por un instante nuevo que Dios nos ha concedido si nos hemos tomado las uvas, lo que es señal de que todavía estamos vivos.

Anoche renuncié a las uvas de bote, ésas que tienen una apariencia tan mona, pues ya que me resigno a comenzar un ciclo al ritmo estresante del reloj de un campanario (que uno vive en la sociedad de los demás seres humanos), qué menos que darme el gusto de comérmelas a mi manera. Así que me las tomé bien grandes, que un poco más y hubieran tenido la apariencia de nueces, sin pelar y con grano, para entrar dando bocados a cualquier día del año, y por supuesto trece, desde hace tiempo siempre trece, para romper con los burdos esquemas de la tercera dimensión aliándome con el símbolo y el arquetipo, disolviendo ese doce circular, atrapasueños y castrafrecuencias, al que le he declarado, por principios, mi pacífica guerra de la independencia.

Fueron trece porque con el doce más uno me elevaba, aunque fuera para mi cuenta, para mis adentros, por encima de toda esa artillería pesada de mariscos y canapés, sabrosas viandas de variadas formas y colores, postres y dulces de delicia, mientras me preguntaba si es necesario cuando se reúne la familia, uno y otro año,  comer hasta el extremo de que el estómago se queje de semejante agresión con tantas cargas de profundidad al mismo tiempo.

Este fin de año gregoriano he tenido tanto trabajo, tanto amor puesto para sacar adelante el sueño en el que creo, haciendo magia al estirar las horas de ese horrendo instrumento que tiene el colgajo de los minuteros, que realmente se me ha perdido el sonsonete de los villancicos, el reflejo crepuscular de las guirnaldas del árbol navideño, y tantos y tantos aspavientos que miro y analizo con la paciencia del que sabe que todo es pasajero, hasta la Navidad, que tiene fecha de caducidad, aunque se alargue con eso de “hasta San Antón, Pascuas son”.

Pero sorprendentemente, no he echado en falta el espíritu de la Navidad, porque ése, o el de la otra Navidad, para ser más exacto, lo llevo impregnado en mi corazón todo el año, sea gregoriano, maya o el del último rincón de la galaxia.

No necesito especialmente en estos días esa virulenta necesidad imprevista de abrazar a todo el mundo, de felicitar la navidad a diestro y a siniestro, de dejarme succionar en los altares del consumo como si me tragara un agujero negro, porque siento ese deseo de abrazar a todo el mundo a todas horas, y lo hago las veces que haga falta si me dejan. No se me olvida, ni aunque quiera, que en cada uno de los otros seres está Dios mismo manifestado, aunque ellos no se den cuenta, y cómo me voy a negar a estrujarme con cada sucursal ambulante del único Dios de los cielos, si al fin y al cabo en eso he encontrado la alegría suprema, la de reconocer en el otro lo que a mí me falta para alcanzar el absoluto consuelo y la dicha de la gloria.

Felicito la Navidad, sea cual sea la época del año, con cada poema, texto de luz, mirada, silencio o palabra que comparto, creyendo que otro mundo es posible, que somos seres de luz, aunque nos empeñemos en vestirnos con gorritos rojos, trajes de gala en Nochevieja o pongamos nuestra vida y nuestro prestigio en la mayor cantidad de regalos que seamos capaces de comprar en estos días.

No podré tener nunca otra mirada, porque es sencillamente la que tengo, la que me fue dada, así que cuando miro a ese horizonte que atrapa los sentidos, que hace que se caiga la baba, poblado de langostinos, cigalas, patas de centollo, cóctel a diestro y a siniestro, caviar o huevas de lumpo (según se estire el presupuesto) y buen vino, por un instante casi se me pone cara de convidado de piedra, pero lo justo, que por algo estoy en familia y hay que dar gracias a Dios por todo cuanto recibimos. Pero es que siempre, lo quiera o no, se me vienen a la memoria los otros ojos de tantos seres humanos que tienen hambre y pasan frío, que están solos o han perdido a sus seres queridos.

Oh, Dios, ¿cómo puede existir tanta miseria entre tanta riqueza…?

Así que me envuelvo con el espíritu de la otra Navidad, y ahora que todos duermen, pues la Nochevieja exige ese rito de la trasnochada, para ahogar las alegrías en espumillón de colorines y espuma de bebida, vuelvo a soplar al diente de león de la pantalla del ordenador, tan maja ella, que siempre escribe como por arte de magia todo lo que pienso, o casi, más bien lo que tecleo.

Se me ha quitado el sueño de repente, quizás porque verdaderamente soñaba, y al abrir los ojos he pensado que igual que hay una legión de papanoeles de rojo saltón invadiendo no sé cuántos balcones, ojalá hubiera una auténtica marea de abrazos sinceros, de un decirse te quiero de otra forma al alma, sin código de barras ni fecha de caducidad tan pronto como se rompan los envoltorios de los regalos en el día de Reyes. Que ese amor de fraternidad pura nos encienda, como si fueran candelas los ojos, y cada una de sus chispas anime a los demás a sentirse acompañados.

Al fin y al cabo, para qué tanta distancia y margen, tanto horizonte ficticio, tanta diferencia entre ricos y pobres, si allí donde no cabe el espejismo, ni la ilusión, ni el engaño, allá donde Dios nos sueña con el amor de cada una de las galaxias, somos Uno en sí mismos. Si no hay la más mínima diferencia, a pesar de la apariencia de nuestro ser y la de cada uno de los que tenemos enfrente.

¿Habrá una experiencia más hermosa que la de comprender y sentir que sea quien sea la persona que tenemos a nuestro lado, es Dios mismo vibrando en altísima frecuencia en otras dimensiones?

Me pregunto, porque me apetece y tengo todo el derecho del mundo: ¿Para qué encender miles de luces forrando materialmente una fachada, un escaparate, el comedor de la casa, si luego no somos capaces de iluminar con una simple candela el camino en el que nos hemos perdido? ¿Para qué tanta luz aparente si lo único que tenemos que encender es ésa tan hermosa que se nos ha dado, que es el entero cuerpo de luz que podría iluminarse hasta hacer resplandecer un mundo entero?

¿Para qué sirve lanzar fuegos de artificio si luego nos encogemos en la sombra, nos negamos al conocimiento, cerramos los ojos y nos hundimos en el miedo al qué dirán, en la censura del que tuvo la suerte de emprender el vuelo, sosteniendo con pulso firme todas las mentiras que nos han transmitido y a fuerza de escucharlas una y otra vez nos las hemos creído?

El otro espíritu de la Navidad hace que mis ojos se llenen muchas veces de lágrimas, al comprender que no hay nada más hermoso que todo cuanto ha sido creado. En ese momento en que mi corazón late apresuradamente, que mi rostro arde, que mis ojos están empapados de agua salada como la de los mares, que una vibración indescriptible recorre todo mi cuerpo, es cuando viene a mí el San Nicolás auténtico, y con él todo los santos, ese espíritu de santidad que ha alcanzado a tantos seres humanos a lo largo de la historia. En ese terremoto interior de paz gozosa es cuando comprendo el verdadero mensaje del belén que ponemos todos los años, y me acuerdo de que Jesús, el eterno olvidado de estas fiestas, es precisamente el ser que debería darle forma, si decimos que conmemoramos su nacimiento. Se desdibuja el decorado de la tercera dimensión, adornado con tanta falacia, consumismo y candilejas, para manifestarse el ser crístico, pura luz incandescente, que vino a nacer y morir entre nosotros por algo tan sencillo y tan hermoso como es el hecho de amarnos.

Entre tanta vanidad, lujo y consumismo efervescente de toda una sociedad enfebrecida, me zarandeo, me revuelvo, en la búsqueda del equilibrio, y saludo al amanecer en el viaje interminable a través de esta pantalla, más consciente a cada momento que pasa de que vale la pena dejarse el pellejo cada día para ayudar a dar forma a un mundo nuevo, para que eso que llamamos Navidad tenga lugar los 365 días del año, y en este caso, en 2008, un día más por ser bisiesto. Que no sea necesario llegar a estas fechas para regalar el corazón entero, abrir las manos, llenas de agujeros, para que de ellas caigan semillas de luz que se conviertan en paz para todos los seres humanos.

Y que nos dejemos de vanas lisonjas, achuchones de moda y buenas palabras sin fundamento, que es más fácil de lo que parece dar amor supremo, que consiste sencillamente en tomar compromiso por la vida, echar al cubo de la basura las zarandajas, ser uno mismo sin miedo a las críticas del vecino; que si queremos amar, amemos, sin que nos aten los credos, las formas, las falsas y caducas estructuras de los seres humanos, que aprendamos a darnos afecto, a aventar poemas cargados de sueños que no caigan en saco roto.

Trabajo, vivo, respiro y sueño para que un día podamos colgar el juego de luces más grande de la Tierra, para que en el Árbol del Mundo, en el Axis Mundi, las lucecitas encendidas, como en el sagrado calendario maya, el Tzolkin, seamos cada uno de los seres humanos. Entonces sí será brillante la Navidad, y no habrá que envolver tantos miles y miles de regalos, porque una simple mirada nos llenará el alma por entero y no tendremos que llenarla, en su inmenso vacío, con tanto y tanto exvoto del altar del consumo, que lo único que hace es ocupar sitio o acabar en el trastero, sacándole el jugo a los recursos de nuestra más que agotada Madre Tierra.

Vale la pena todo el esfuerzo, físico, mental y espiritual, para que la alegría que concede el reino del que emana ese otro espíritu de la Navidad, alcance a otros corazones, semillas que propagarán su genética cósmica, la de la esperanza, al último rincón de nuestro hermoso planeta.

Mientras tanto me quedo con el tiempo sagrado, con mis trece uvas de la suerte, con una mirada que cada vez ve más cosas al otro lado de la materia, con el saco de regalos en forma de abrazos a todas las expresiones de Dios que estén a mi alcance, con el suspiro, siempre el suspiro…, y el gozo de lo Supremo, inalterado… En la conciencia del Infinito, múltiple y multiplicado, sólo le pido a los Reyes Magos que en este período de tiempo que el mundo conoce como el año 2008, me dé la oportunidad de seguir sembrando luz desde la raíz profunda de los sueños, pero que al mismo tiempo no apriete tanto el trabajo y me permita poner en mi agenda de asuntos pendientes: “oler las flores, contar los latidos de mi corazón, uno por uno, escuchar el trino de los pájaros”.

Que el otro espíritu de la Navidad te envuelva como lo hace conmigo, porque somos Uno. Y recuerda siempre, siempre, siempre, que Dios nos ama y no se equivoca…

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.