El sendero en un mar de arena
José Antonio Iniesta
Comparto con mi hermano mexicano Ikxiocelotl, totonaco de nacimiento, olmeca por compromiso espiritual, el secreto de la palabra caminante, y en ello iba pensando cuando me adentraba en el profundo y desolado desierto, bello él como lo es la vida. La arena de color dorado en su superficie, rojiza al levantarse en el aire, me entraba por la mirada de los ojos, descubriendo así la hermosura que envuelve incluso al territorio más hostil del planeta.
Nunca llegué a comprender cómo mis anfitriones saharauis podían seguir un camino, ya fuera de día o de noche, entre cientos de rodaduras que se cruzaban una y otra vez ante mi mirada, que iba, con la perplejidad del que no comprende, del desierto al cielo, y del cielo al desierto.
Ya era incomprensible de día descubrir cómo el land rover podía adentrarse en un eterno infinito en el que no aparecía mata, animal o ser humano, y alcanzar la wilaya o poblado más cercano. Más increíble lo era de noche, cuando un mínimo grado de variación suponía perderse en el territorio arenoso más grande del mundo, lo que podría provocar la certera muerte.
Sus ojos de águila escrutaban la lejanía, y unos y otros aguantábamos en silencio los miles de golpetazos que tanta sacudida interminable nos propinaba sin cesar. No había tiempo ni ganas para el cansancio, ni para el hambre, ni sorprendentemente para la sed, porque como un niño con zapatos nuevos estaba más entretenido en descifrar el hasanní, el dialecto árabe que hablan los saharauis, que escuchaba en aquellos vastos territorios de Argelia. Éste es el país que les dio refugio ante el cruel ataque de Marruecos, que no esperó ni un instante a que el ejército español abandonara los territorios ocupados que pertenecen legítimamente a los saharauis.
Acabé acostumbrándome al turbante negro, que con tanto esmero me colocó una joven, siempre ataviada con los bellísimos colores de la melfa; y hasta parecía alimentarme de esa arena roja que te envuelve por todas partes. También reclamé mi temporal condición de saharaui en período de instrucción para subirme como cualquiera a lo alto del vehículo y contemplar, en marcha, el cielo más hermoso nunca visto desde esas alturas, en las que el gélido frío nocturno del desierto que me azotaba el rostro, me hacía sentirme inmensamente libre.
Ya parecía que el alimento empezaba a transformarme a marchas forzadas, o el aire aromatizado con incienso que se elevaba del brasero donde la tetera, siempre presente, era calentada para darle vida al rito.
Tal vez lo provocaba la henna en mi piel, entrando por mi sangre para curarme cualquier órgano dañado, o ese insólito aparejo de sortijas y pulseras de todos los colores con lo que tan humano pueblo de origen beduino te agasaja nada más llegar.
A buen seguro que fue ni más ni menos su limpia mirada, tanto estrechar de manos y preguntar por el padre, por la madre, por los hijos, por no sé cuántos más miembros de la familia, y por tanto abrazo, beso en la mejilla, y acurrucamiento mientras alguna mano caritativa, que nunca faltaba, te remetía la manta, te buscaba un cojín con el que tumbarte a la bartola o te servía un té amargo como la vida, dulce como el amor y suave como la muerte.
Llegué a sentir la jaima como mi propia casa, y ahora, cuando piso una alfombra con los zapatos puestos, parece como si estuviera cometiendo el peor de los delitos, y a punto estoy de saltar de ella dando brincos. Echo en falta ese relajado descanso escuchando una canción en penumbra, y a los niños que corretean a tu alrededor y ponen cara de asistir a un milagro cuando les das un simple caramelo que a ellos les parece un sueño.
Caminante no hay camino, me decía a cada momento, mientras el interminable zarandeo del vértigo desértico me llevaba de aquí para allá, me golpeaba con la rueda de recambio o volaba, por unos segundos ingrávido, hasta tocar con mi cabeza en el techo metálico.
Y lo asombroso es que el cuerpo parecía haberse vuelto de goma, y hasta disfrutar con los pies, que parecían multiplicarse, para evitar que un despiste te arrojara hasta romperte la cara, aplastada contra uno de los cristales polvorientos.
Vaya si le cogí gusto, tanto que acabé encima de uno de estos vehículos que como apariciones fantasmales se perdían entre las dunas, transformando mis manos en ventosas para no acabar rodando, con los riñones partidos, por algún lugar del desierto, cientos de metros atrás, oculto en una interminable polvareda.
Es en esos momentos en que toda la naturaleza en pleno se vuelve virgen, desafiante y hasta hostil hasta límites inconcebibles, cuando uno desempolva el traje de camaleón y empieza a sentir la magia de la aventura, la sensación de haber estado allí siempre, no haciendo otra cosa más que vivir, con el instinto de cientos de miles de años resurgiendo en los poros que ya perdieron el sudor de las ciudades.
Entonces es cuando miras a los ojos de cualquier saharaui y lo sientes como parte tuya, y te sorprende comprender que eso es lo que sintieron ellos desde el primer momento en que te vieron, mucho antes de que tú lo pudieras llegar a imaginar.
Qué triste es el exilio, el sentirse despojado de la tierra que te ha visto nacer, el suelo en el que echar raíces, que por más que te pertenezca te es arrebatado de cuajo, con el dolor que pudiera provocar el que te arrancaran la piel a jirones.
Casi tres décadas en una jaula de arena es demasiado suplicio para unos seres humanos, demasiado esfuerzo para que pueda superarlo la mente, el cuerpo y el espíritu, y sin embargo contemplé, con mudo asombro, la solidaridad que este pueblo respira, la amabilidad que destila, la hospitalidad de la que hace gala a cada momento.
Me sentí desbordado. Pienso, que no hay medida más positiva como higiene mental que la de viajar para conocer a otras culturas, para comprobar que los tópicos se desgarran, caen por su peso, y nos muestran sutilezas que a nosotros nos parecerían inalcanzables.
Con tanta miseria a la que la injusticia los condena, los saharauis hacen gala de toda su dignidad, de ese arte que consiste en que no te sientas extraño, sea cual sea la jaima que visites, la alfombra que pises, la manta que te cubra.
Nada se parece a lo que cualquier persona que no los conozca pueda imaginar. Hay magia invisible que estalla cuando alguien te estrecha la mano, que nada tiene que ver con cualquiera de los apretones habituales de nuestra sociedad, ésa que nos empeñamos en considerar el pináculo del mundo.
Me sorprendió tanto contacto con las manos, el tiempo que permanecían unidas, las caricias prolongadas, y esas miradas que parecen taladrarte, pero nunca ofensivamente. También son como caricias, llamadas a la puerta para comprender, para descubrir quién es la persona que tienen al lado. No expresan frialdad en sus costumbres, y tampoco la desean. Por eso te preguntan por la familia, contemplan extasiados las fotos que les enseñas, se contentan con los pequeños detalles, convirtiéndolos en mundos en los que habitar por un pequeño tiempo.
Me gustaron aquellos laberintos en los que el aparente caos se transforma en una adaptación al medio. Alcanzar una wilaya, en ese horizonte en el que nadie puede descubrir una montaña, una arboleda, un río fluyendo mansamente, parece convertirse en un puro espejismo del desierto, si no fuera porque los camellos te salen por todas partes, y mueven sus patas entre una legión de cabras venidas de cualquier sitio. Y mientras, uno se funde materialmente en un laberinto de casas de adobe, construidas como hace miles de años, salpicadas aquí y allá por jaimas de color verde que parecen recrear ficticios oasis por un instante. Y todo ello girando a cada momento, esquivando los interminables socavones de donde surge la materia prima, a la puerta de la vivienda, para esa urbe de belén viviente que es un todo con el propio suelo del que surge.
¿Alguien se puede imaginar un boquete inmenso, del tamaño suficiente para caerse dentro con el coche, en la misma puerta de casa? ¿Y todo ello multiplicado por cientos de agujeros salpicados por el movimiento relajado de tantos miles de animales y seres humanos en el decorado más fascinante que alguien pueda imaginar?
Pero nada es de cartón de piedra, nada se ilumina con candilejas. El decorado no es más que el juego de palabras, porque la realidad te entra por los ojos, mezclando a un mismo tiempo la mayor de las alegrías y la más grande de las tristezas.
La dualidad del universo en pleno, como en cualquier lugar del mundo, como dentro de la casa de cualquier hijo de vecino, se manifiesta en claroscuros, en luces y sombras que no son más que el reflejo de las obras de los seres humanos.
Si hay algo que estremece es la alegría de este pueblo, las risas de los niños, las canciones que expresan su humildad y su alegría, pero a la vez, a poco que se lo proponga uno, se puede descifrar la mirada de añoranza en los ojos que miran en la lejanía, muchos de los cuales saben a ciencia cierta que ya no verán nunca más la tierra prometida, la tierra que conocieron, la tierra en la que tuvieron a sus hijos.
Se perciben las muecas de la tristeza, las lágrimas a punto de rebasar el límite de la intimidad para nacer en borbotones.
Es un pueblo, el saharaui, que canta al cielo, que confirma con cada latido su esencia de paz, pero que también llora en el más profundo de los silencios, despojado del bien más preciado que pueda tener un ser humano, un palmo de tierra de su propiedad en el que morir a gusto.
Hay risas por todas partes, de niños que sonríen de oreja a oreja, pero sus dientes no muestran la blancura de un anuncio televisivo, sino los problemas acuciantes de un exceso de flúor que les está destrozando la dentadura. Su ingenuidad, su bondad, expresadas a cada momento, no son lo suficientemente mágicas como para que se disuelva la adversidad, para que puedan acceder a los medios adecuados y así crecer con las condiciones necesarias.
Parece un espejismo, un pueblo de niños que te encuentras por cualquier parte y te cogen de la mano, te abrazan y te agradecen, como si fueras el propio rey Melchor en persona, que les hagas una foto que nunca verán, que nunca tendrán en sus manos. Te agradecen que hayas retenido su imagen y te la lleves contigo. Y entonces, cuando en tus oídos queda ese gracias por tan poca cosa como haber reflejado su imagen en un futuro papel, para un álbum guardado en cualquier cajón, que llega una desazón al alma y te preguntas lo que estamos haciendo con nuestro planeta, con lo más hermoso, lo más sublime de nuestro mundo, los niños, los ojos de los niños, los dientes que muestran la sonrisa de los niños, el corazón de los niños, el alma de los niños, la imagen de los niños. Lejos de ser una foto es un ser humano que cuando uno se va, se sigue quedando en aquel terrible desierto de cincuenta grados en verano, de frío hasta los huesos en las noches de invierno, de escasísima comida y una esperanza envasada para que no se eche a perder al día siguiente.
En ese momento aprietas los puños y te darías un cabezazo en la arena, o en el primer camello con el que te encuentres, por no ser capaz de encontrar la suficiente honestidad entre los poderosos, los que mueven los hilos de este mundo, los que se reúnen en pulcras mesas, rebosantes de refrescos, con camisas almidonadas y dientes resplandecientes por el dentífrico, con flúor, puñetero flúor, que no les perjudica los dientes. Porque lo único que queda de esas reuniones es incapacidad manifiesta para poner sobre el papel palabras en mayúscula como amor, paz, solidaridad o fraternidad.
Son conscientes de que todas esas lindezas les corresponden solamente a los poetas, a los visionarios, a los bohemios, a los ecologistas, a los trabajadores de la luz, y creen que con una manguera de agua, cuatro porras, tres correos electrónicos o la más demoledora de las armas, el silencio, se les puede barrer de la faz de la Tierra.
La maquinaria del poder, del desarrollo industrial y de no sé qué gaitas con nombres retóricos, es demasiado pesada para que el mundo se pare a pensar en unos cuantos cientos de miles de saharauis, una gota de agua o de arena entre todas las gotas de agua o de arena de otras tantas culturas derribadas por el mismo martillo, el del armamento, el de la macroeconomía, el de los índices de audiencia, el de los rascainfiernos, el de la bolsa, en suma el corazón de infarto de una sociedad enferma.
Con tanto abatimiento por tanta ignorancia humana, por tanta injusticia hacia un pueblo que no se lo merece, siento la fuerza de los débiles, de los desheredados, que no es otra más que la de la esperanza.
En plena travesía del desierto muchas cosas me emocionaron, pero una de las más estremecedoras fue ver a un niño de tres años que en todo el trayecto, cuando yo me deshacía en golpes de aquí para allá, permanecía imperturbable, de pie, como si aquel viaje que a mí me parecía el de un recorrido en el interior de una batidora fuera para él como mecerse en el columpio de un parque. Se aferraba a la rueda de repuesto sin que por un momento se le doblaran las rodillas, sin expresar el más mínimo cansancio.
Se hizo largo el trayecto y el sueño fue venciendo al niño, una criatura que en cualquier lugar del mundo estaría quejándose por el pliegue de la ropa, por no querer comerse la merienda o por cualquier pequeña tontería. Acabó durmiéndose, como todos los niños, pero para mi asombro, por si no era bastante, recorrió el desierto con sus ojos cerrados, erguido como el primer momento, y desarrollando un instinto que le impedía golpearse, como yo imaginaba que le iba a ocurrir, con la dichosa rueda, en cualquier momento.
Mientras yo brincaba como un saltamontes por encima de una aliaga, un niño de tres años, dormido, aguantaba de pie la vorágine del desierto, sin inmutarse por la arena, por el asfixiante calor o por los golpes.
Después de buscar el misterio por los más diversos países, allí estaba frente al mayor de los enigmas, el de la subsistencia, el de la fortaleza interior.
Fue entonces cuando supe de la esperanza del pueblo saharaui, cuando tuve la certeza absoluta de que ocurriera lo que ocurriera este pueblo alcanzaría el final del horizonte, la olla mágica que hay debajo del arco iris, porque la esperanza en su expresión más profunda estaba en su sangre, en sus genes de beduinos del desierto, de las tribus nómadas de antaño que nunca necesitaron un suelo para edificar, sino una tierra para moverse como se mueve el caminante que sabe que no hay camino, sino camino al andar.
Su pueblo estaba con ellos, sus muros se construían allá donde fueran: todos los senderos que habrían de recorrer estaban en sus miradas. Allá donde estuviera uno de ellos estaría la esperanza de todo un pueblo.
Una de las veces en que vi las manos estrecharse comprendí el secreto. Poco antes había visto a una saharaui de melfa azulada aferrar, durante mucho tiempo, no sé cuántos kilómetros de desierto, las manos de Nuria, una amiga española que me había invitado a compartir este sueño del desierto. Una descarga de profunda emoción me zarandeó. A buen seguro fue el momento más mágico de todo el viaje, y hubo muchísimos.
Algo mágico se movía en el ambiente, algo tan fuerte que ni siquiera lo había percibido en muchos ritos, ceremonias o encuentros con lo insólito en distintos lugares del mundo. La mujer saharaui acariciaba sin cesar las manos de Nuria, y con ello expresaba todo el amor que siente este pueblo por las personas con las que se encuentran.
En una parada, una enésima mano atravesó la ventanilla y se fundió con otra, y fue entonces cuando lo comprendí. Las manos, como bien había comprobado en numerosas ocasiones, son fundamentales para la transmisión de energía. Ellas son capaces de sanar, de expresar la emoción con una caricia. La mayor densidad de energía se condensa en nuestras manos y surge a través de nuestros dedos. Cuando dos personas juntaban sus manos se transmitían algo que en la sociedad urbana en la que vivimos hemos perdido. En la nuestra el encuentro es fuerte, rudo, aparentemente afectivo, pero se convierte la mayor parte de las veces en una apariencia, un gesto cotidiano, frío y desprovisto del hechizo que yo contemplaba extasiado.
De pronto recordé a las hormigas, la forma en que continuamente frotaban sus antenas. Se reconocían entre ellas, compartían la información sobre el grano, los ángulos y las distancias. Continuamente transmitían datos sobre lo que les rodeaba. Una información que daba una hormiga, acaba recorriendo en cuestión de minutos todo el hormiguero. En este contacto está la clave de la colectividad que sustenta al hormiguero. De igual forma, el pueblo saharaui hacia acopio, como granos en verano a la espera del invierno, de los destellos incesantes de la solidaridad, poniendo de manifiesto eso que los mayas expresan al decir In Lak’ ech: yo soy otro tú.
Lo sentí como una revelación, como si de pronto lo viera claro. Este ejercicio constante, hasta la saciedad, de estrecharse las manos, transmitía sin cesar la energía, con un gesto nada forzado, sino lleno de cálido afecto. Así comprendí que la energía de mis manos recorrería en poco tiempo cualquiera de esos poblados, y así la de todos. Las emociones recorrían cada barrio, cada daira, cada wilaya, a una velocidad de vértigo. Y como les ocurría a las hormigas, aquella comunidad saharaui se perpetuaba en el tiempo con los lazos más elevados, los de una comunidad solidaria.
Ésa era la magia invisible que percibía en el ambiente. Donde alguien pudiera ver un desierto desolado, unas jaimas polvorientas, unas terrosas casas de adobe, con hombres y mujeres víctimas de su destino, yo empecé a ver la inmensa dignidad de un pueblo que se fortalecía ante la adversidad.
Con todas las condiciones necesarias para el pillaje, el abatimiento, la desolación, el caos, la pérdida de los valores humanos, allí me encontraba con todo lo contrario.
Comprendí entonces por qué todos los que visitan los campamentos saharauis se vienen con el corazón destrozado, alegres por la amistad, tristes por la despedida. Y por qué todo el que pasa por allí siente el deseo irrefrenable de volver. No es por la grandeza de los monumentos, en un mundo de adobe con la herencia prosaica de miles de años, ni por el verdor inexistente de un árido y más que árido desierto. La magia que uno descubre allí está en las miradas, en la hospitalidad, en el milagro de un pueblo que nos enseña sin escuelas, que nos colma de regalos sin tener riqueza.
No hay palabras para expresar los milagros humanos, pero existen.
Abandonar aquel lugar y regresar a casa es todo un descubrimiento interior. Es entonces cuando uno comprende lo que tiene, cuando le pesa el exceso de equipaje de toda una vida. Hieren los medicamentos acumulados, el exceso de comida, la diversidad de libros que nunca leeremos, la estúpida tele que se manifiesta más que nunca como una lavadora de cerebros.
Habiendo de todo, qué poco parece eso al recordar algo tan sencillo como la caricia de unas manos…
En estas navidades pediré a mis particulares reyes magos un único deseo, la libertad del pueblo saharaui, la libertad de todos los pueblos del mundo que luchan por ella, la de todos aquellos que son privados de su necesario trozo de tierra y de cielo.
Quiera la magia del futuro, y los reyes magos, que así sea…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.