Tras las huellas de un tambor
José Antonio Iniesta
Pocas cosas me han fascinado tanto como un redoble de tambor. Lo llevo en la sangre, en los genes, en la memoria celular, y ello me ha empujado a seguir las huellas de un tambor allá donde he escuchado su sonido.
Uno de los primeros recuerdos que tengo, cuando era un niño que apenas si gateaba, me permite verme dentro de una chimenea buscando entre los huecos de los ladrillos las cajas de cerillas que mi hermano me escondía para que las encontrara. Aún siento el placer que experimentaba al buscar entre esos resquicios lo que para mí parecía un misterio. Otro, a esa misma temprana edad, me trae a la memoria un niño que escuchaba el golpeteo seco, imitando a los tambores con las palmas de las manos, sobre la mesa bajo la que me escondía.
Sin duda que mis sensaciones, tan fuertes como para recordarlas todavía, eran un presagio de esta ilusión que nunca me ha abandonado. Misterio y tambor, dos de mis más hermosas sensaciones, se habían unido para siempre, dando forma a mi destino.
Nacer en Hellín, la Ciudad del Tambor, con la mayor cantidad de tambores que se puedan encontrar juntos sobre la faz de la Tierra, veinte mil, es todo un privilegio para quien desde que era un niño sintió la magia de este instrumento que le estremecía de la cabeza a los pies.
Soy hijo y padre de tamborilero, y como todos los hellineros me he criado pegado a un tambor, vestido desde que nací con una túnica negra y un pañuelo rojo. En el tiempo se enlazan todas las experiencias vividas en Semana Santa con mi padre y con mi hijo, en dos tiempos que desgraciadamente no formaron parte de un mismo presente.
Crecí en el histórico barrio judío de San Rafael, haciendo sonar el parche de cabrito desde lo más profundo de un corral, hasta que un día, sin que fuera ni mucho menos mi pretensión, fui nombrado presidente de la Asociación de Peñas de Tamborileros de Semana Santa de Hellín. Tres años de sueños que fueron haciéndose realidad, llevando a cientos de tamborileros por distintos lugares de España, estremeciendo a cuantos nos oían con este redoblar que pone la piel de gallina a quien lo escucha por primera vez.
Siempre estuvo ligado mi espíritu al tambor, y desde el corazón, unido a todos aquellos pueblos que lo han conservado hasta el presente como un instrumento sagrado. Poco a poco iría acercándome al destino que yo mismo me había trazado desde el momento de mi nacimiento. El 12 de octubre de 1992, cuando su majestad el rey Don Juan Carlos redobló simbólicamente con nosotros, con el movimiento de sus manos, en un gesto inolvidable para el pueblo de Hellín, mi tambor no lo hizo por la conquista de América, ni por la gloria y victoria de los españoles, sino por todos los indios de estas vastas tierras, los auténticos descubridores y propietarios legítimos del continente americano, víctimas de los dolorosos avatares de la historia.
Siempre, desde que era un niño, sentí veneración por los consejos de ancianos, por la integridad de las tribus indias, por su unión con la naturaleza. El tambor era un símbolo de esa conexión con el mundo espiritual, y por eso me sentía indignado cada vez que contemplaba una película en la que un poblado indio era arrasado al son de los “heroicos” sones de corneta de los soldados yanquis, que con poco acierto y menos vergüenza recreaban una y otra vez tan terribles matanzas. Ya nos han contado demasiadas películas, demasiadas historias falsas sobre todas las culturas nativas, que ahora muestran, por fin, su verdadera esencia.
Llevaba el tambor en mi sangre, y también esos valores ancestrales, el vínculo con la Madre Tierra. Por eso tendría que querer a la fuerza el destino que ese mismo año, de nefasta exaltación de una conquista que yo repudiaba hasta el puro nervio, tomara contacto por primera vez con relevantes representantes del pueblo indio: Dhyani Iwahoo (jefa de la nación cherokee, del clan del oso y de las siete estrellas), Evelyne Kelman Croshow (guía espiritual de los pies negros de Canadá), Porfirio Aguirre (jefe bibri, hombre medicina de Costa Rica), y tantos otros, como Reymundo Tigre Pérez, que los encabezaba a todos y que se sometió a la prueba de la danza del sol para ello.
Los avatares de los días, que nunca responden al azar sino al compromiso de nuestro verdadero ser, me llevaron hasta las tierras de México en abril y mayo de 2002, para vivir una de las aventuras más fascinantes de mi vida, la iniciación en el conocimiento solar, en plena selva, en distintos estados mexicanos del Mayab, bajo la tutela de los propios sacerdotes y sacerdotisas mayas, custodios de un saber ancestral de miles de años.
Este viaje respondía a la invitación personal de la sacerdotisa solar Nah Kin, con la que tuve las experiencias más increíbles que pueda vivir un ser humano. Descubrí sobre el terreno, con los pies desnudos, sin miedo a las picaduras mortales de las serpientes, recorriendo los caminos de la luz, bajo las ceibas sagradas, que tal como había imaginado, la civilización maya había alcanzado unos niveles de sabiduría que ni siquiera la ciencia actual ha llegado a comprender.
Fueron interminables las peripecias durante trece días, en el interior de las pirámides, en los vórtices de energía más intensos en los que haya estado en toda mi vida. Ceremonia tras ceremonia, rito tras rito, accedí a una información que los sabios mayas habían custodiado celosamente, y que ahora transmitían a unas pocas personas del planeta que la habían buscado con el corazón abierto, sin temor a las fronteras ni a las consecuencias de este encuentro.
Aparte de este conocimiento, que transformó por completo mi vida, tuve la oportunidad de descubrir que no hay religión o creencia lo suficientemente importante como para crear distancias entre los pueblos del mundo y sus razas. Conviví, como si fueran hermanos de sangre, con guardianes del conocimiento del pueblo mexica, mixteco, purépecha y totonaco, además de los propios mayas, que me abrieron las puertas de sus antiguas y magníficas bibliotecas, siempre invisibles a la mirada perdida del que no puede ni concebir que existan.
Entre estos maestros, compañeros y amigos para siempre, Garra de Jaguar, Ikxiocelotl, me reconoció desde el primer momento, con la primera mirada, como me ocurrió a mí, mientras contemplaba las cicatrices en su pecho, provocadas por la terrible ceremonia de la danza del sol, en la que el cuerpo del iniciado es colgado de un árbol hasta que la carne se desgarra.
Él fue quien me regaló, con un desprendimiento absoluto, su tambor, llamado Ollin Eterno, Movimiento Eterno, que refleja en su piel de venado el movimiento de la galaxia, del universo, de la fuerza de la vida, a través de la cruz de Quetzalcoatl. Me estremecí cuando alcancé la pirámide de Uxmal, aquella enigmática construcción que según la leyenda había sido construida por un enano en un solo día. Curiosamente, un instrumento importante en esta leyenda es un tunkul, un tambor hecho con un tronco hueco, que el ser mágico hace sonar.
Me impresionó tocar el tambor en ese lugar, porque por los avatares de la magia y la sabiduría de los mayas, aquella imagen la había visto en las ruinas de Dzibilchaltún, días antes, cuando era impensable para una mente humana racional que un chamán como Garra de Jaguar me fuera a entregar un objeto tan personal y sagrado. Pero así fue, tal y como yo lo sentí, y la realidad del presente confirmaba mi hipótesis sobre la verdadera naturaleza del Tiempo.
Con aquel tambor redoblé rodeado de iguanas en la costera ciudad maya de Tulum, y recorrí el laberinto de serpientes de Chichén Itzá, antes de ascender con paso glorioso por la pirámide de Kukulkán. Y con él accedí al hechizo de Mayapán y a la selva lacandona de Bonampak, santuario del jaguar y de los más fieros felinos de Mesoamérica.
Cuántas historias, que muchos no podrían creer, conservo en mi memoria, con aquel tambor en mis manos, tensándose con el sol junto al Templo de las Inscripciones de Palenque, preparado para viajar en el tiempo al descender hasta la tumba del Rey Serpiente, el señor Pacal Votan.
Por eso no podré olvidar su sonido de sanación en Mérida, capital del estado de Yucatán, velando toda una noche unos bastones sagrados, o el de una noche de San Juan en un eremitorio mágico, o en Guadalajara, al mismo tiempo que investigaba una puerta dimensional, o el día después de vivir una de las experiencias más insólitas de mi vida, gracias al espíritu divino de la ayahuasca, con un chamán brasileño.
Infinidad de recuerdos guardé en la mochila, camino del desierto del Sáhara, en diciembre de 2002, tras escuchar la llamada del pueblo saharaui, proveniente del territorio más hostil del planeta, en los confines arenosos de Argelia.
No quería el destino que las sincronicidades cesaran, para que la agenda de los “sucesos imposibles” siguiera creciendo con interminables anotaciones. Nunca hubiera imaginado encontrar un museo, léase pequeño cuarto repleto de fascinantes objetos antiguos, en pleno desierto, y en él un tambor saharaui, que por fin encontraba después de tanto masticar arena. Tenía grabada en su piel la mano mágica de Fatma, como un conjuro para protegerse de todos los males habidos y por haber. Todo ello ocurría antes de encontrar al chamán que me facilitó un amuleto contra el mal de ojo con textos del Corán. Ahmed Nafi, de raza negra, miraba al infinito con sus ojos de color blanquecino, a punto, imagino, de quedarse ciego. Su estremecedora historia nunca la conocí del todo, pero me fui con la sensación indefinible de haber conocido a un hombre que durante la colonización española fue esclavo, siendo liberado por su amo tras reconocer sus valiosas virtudes.
Magia por todas partes, indescriptible magia en el sendero de mi vida. Como la que sentí al contemplar un tambor, en un cuarto de sortilegios perdido en pleno desierto del Sáhara. La magia era tan sorprendente que nada más emprender la ruta de nuevo, en el surco invisible de la arena, miré la documentación del land rover que me había llevado hasta allí. Grande fue mi sorpresa al comprobar que era nada más y nada menos que de Híjar, Teruel, un pueblo hermano y tamborilero aragonés, de la Ruta del Tambor y el Bombo.
Fue tal mi aturdimiento al descubrirlo que di un brinco de alegría, por la casual anécdota, lo que me valió un descuido y por lo tanto un golpetazo contra el cristal polvoriento, a través del cual el desierto se mostraba absolutamente infinito, interminable, y hostil a más no poder.
Sería interminable contar toda una vida tras la huella de un tambor. Siempre serán cercanos tantos recuerdos… Aquel burdaka comprado con el ritual del interminable regateo en el mercado más fascinante del mundo, el Gran Bazar de Estambul, antes de envolverme en el aroma del fascinante Mercado de las Especias; un redoble bajo una Carpa en Teruel, en día lluvioso, en el que se unieron a la vez los toques de tantos pueblos de España, con perfecta precisión, como si lo hubiéramos ensayado mil veces; y las palabras de miles de páginas, sobre el lenguaje del tambor, sobre el hechizo del duende tambor, expresiones con las que ya me declaraba compañero de ese ser misterioso que parece hablar con el sonido de un parche.
Inolvidable será siempre el ritmo de los tambores de Amalurra en el País Vasco, el tambor de niño con el que tocaba como cabo en una banda de cornetas y tambores, el primer día en que mis hijos accedieron con su inocencia a esa magia ancestral, y por supuesto, la mirada de mi padre, dibujada en el limbo, enseñándome a tocar el racataplán.
Dentro de poco, nuevos senderos me llevarán a través de las ruinas incas, y mucho más antiguas todavía, alrededor del lago Titicaca, aguantando el frío de las cumbres de Perú y Bolivia, por lo que le pediré al destino que de nuevo me acerque a la magia de un tambor que se escuche por aquellos confines. Sea en el grandioso Machu Pichu, en las bellas islas de la luna o del Sol, o envuelto por el enigma ancestral de Tiahuanaco. Espero que sea generoso, como siempre, y haga que coincidan mi paso y la huella de un tambor, para descubrir una vez más cómo se transforma mi latido, el corazón que en busca del misterio y de un redoble ha venido dando forma, con el paso de los días, a un antiguo compromiso.
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.