EL CIELO DE MAPIÁ

Año Mago Espectral Blanco.



9 de la Luna Cósmica de la Tortuga.

Kin 238. Espejo Auto-Existente Blanco.

C. G. 5-7-04.

El Cielo de Mapiá

José Antonio Iniesta

Brevísima semblanza e introducción de una larga historia que me llevará años contar.  Viaje a Céu do Mapiá, Amazonas, Brasil.

Tantas veces escribí: “Cuando las estrellas brillen, las puertas se abrirán”, y se abrieron, surgiendo la luz inmensa que tras ellas hay. Cuántas veces he llorado en estos días, de pura alegría, de puro gozo y estremecimiento, ante lo que veían mis ojos abiertos, mis ojos de éste y otros mundos.

He regresado del cielo, y sin embargo, todavía habito allí, perduro, alegremente, en lo más profundo de la selva amazónica, en el corazón de Brasil, al otro lado del mundo conocido y explorado, al otro lado de ninguna parte y de todas las partes.

Nunca he estado más sereno, nunca más cuerdo, nunca más comprometido con una causa primera y última que es la de la Luz. ¿Podría temblarme el pulso ahora que he contemplado el mismísimo cielo, con su arquitectura inconmensurable, tan alta que podría caber en esos torreones que visité la caduca efigie de todos los rascacielos de Nueva York? ¿Podría dormirme en los laureles ahora que descubro que empiezo a conocer, que empiezo a aprender, que empiezo a andar, en un sendero al que he dedicado toda mi vida?

Sigo estando allí, después de una semana en que desandé el camino del cordón umbilical que a través del Igarapé me llevó hasta un sueño que pude tocar con la mano, sumido en un revoltijo bellísimo de mariposas de todos los colores, con la picadura inevitable de una nube de mosquitos que reclamaban sangre nueva, contemplando, casi para rozar con la mano, las pupilas fijas en las mías de cinco jacarés, los cocodrilos que vi a lo largo del más fantástico laberinto en la jungla que pueda imaginarse.

La canoa navegaba como una aguja por un tejido espeso de ramas, troncos y raíces que surgían por todas partes, y que en cualquier momento te pueden arrancar un ojo o empalarte sin que te dé tiempo a reaccionar, y marcaba un destino que ya nunca podré desandar. Fui en busca de un sueño y lo encontré, y fue más fuerte, más intenso, más vivo y real de lo que nunca podría haber imaginado.

Mi sueño fue siempre un velero, un velero que me llevó en tantas ocasiones a través del Kuxam Suum, el cordón dorado de luz que comunica. Ahora habría de llevarme hacia una auténtica luz, a través de una puerta dimensional más amplia y espaciosa que cualquier otra, más luminosa. Un tejido de maleza y de hombres y mujeres, de troncos erguidos y lianas, me conducía hacia lo más profundo de mi ser.

¿Cómo ocultarle al mundo lo que he visto? ¿Cómo callar la belleza de ese lugar en el que he estado? ¿Cómo negarle a los hombres y mujeres de la Tierra que es de todos la serenidad que puso tantas lágrimas a mis ojos cuando ascendí hasta la buhardilla del Séptimo Cielo con el glorioso cántico de los ángeles, después de haber llegado, a través del espejo, como Alicia, al mismísimo reino de los duendes, de los gnomos y  de las hadas?

Creo en mí mismo, y eso me sustenta, lo que me libera de esa locura que domina al mundo y sólo le permite ver cosas creíbles, repetidas, por más que no dejen de ser el espejismo y la ilusión de la mente. Por el contrario, sé que será de puro vértigo el testimonio de un guerrero de la luz colmado de tantos dones que ya no quiere más que dar y dar y dar, compartir ese regalo inmenso que ha recibido. Sólo anhelo saber transmitir lo que sólo un espíritu es capaz de ver, viajando por los complejos y maravillosos mundos del astral, de los reinos de la luz, del mundo de los seres mágicos de la naturaleza, por la gran biblioteca verde de la Madre Tierra, que el cielo me permitió visitar con paso sereno, con más tranquilidad que aquella con la que recorro ahora las calles de mi ciudad.

El tiempo no existe, no deja de ser una ilusión de la mente, y en el No Tiempo viajé, y lo hice para siempre, aunque haya regresado, a Dios gracias, sin sentir el cansancio ni el hambre, sin necesidad de dormir ni de ingerir alimento.

Todo el mundo pensará que me fui un burdo 17 de junio del calendario gregoriano, para regresar en la madrugada del 2 al 3 de julio, pero sólo mi conciencia sabe el tiempo que pasé en ese No Tiempo del reino de las hadas, vestidas de violeta para una noche de gala en la que atravesé el mundo de los sueños, el mundo de la ilusión, abandonando de una vez por todas el mundo del espejismo, con el espíritu sagrado de la ayahuasca, del Santo Daime, recorriendo mis venas, como lo haría durante todos esos días, casi una veintena de veces.

Empieza a caer una suave lluvia, como las que caían llenas de magia entre las ceibas, los bananos y los cocoteros, transformando los senderos en la mata, en la selva, en resbaladizo jabón al que entregarse en esa eterna aventura que me llevó, desde el amanecer hasta el anochecer, a descifrar los misterios, los reinos secretos del Amazonas.

Mi vida entera había dado a este sueño de encontrar la Luz por tantas tierras diferentes del mundo. Y aunque miles de veces me había encontrado con el prodigio, con la paz serena, con el paso a otros mundos, con una expansión de la conciencia, en cualquier lugar de la Tierra en el que fuera necesario, nunca sentí con tanta intensidad que todas las piezas encajaban, que todas las caricias de los seres que he conocido en este mundo formaban parte de un inmenso regalo, el del aprendizaje, el del regreso a casa.

Una invitación en otra selva, muy lejos de ésta, en tierras de Palenque, México, allá donde encontré mis raíces con el espíritu maya de los ahaukines, los sacerdotes solares de Kinich Ahau, el Padre Sol, me había mostrado un puente para conocer el gran misterio del Amazonas, la mezcla alquímica del jagube y la rainha, parte masculina y femenina respectivamente que dan lugar a la manifestación de un espíritu sagrado, el de la ayahuasca, tomada como bebida sacramental, como comunión con el espíritu luminoso de Jesús y la Virgen, y con los seres mágicos de la floresta brasileira, con el nombre de Santo Daime.

Fue allí en México, en el Mayab, días después de que mi conciencia reclamara, sin saber por qué, la experiencia de la ayahuasca, cuando Bali Hidalgo, quien habría de mostrarme el sendero que lleva hasta Mapiá, a la ciudad de luz,  me explicó que su guía, invisible hasta que acabé de verlo con el rabillo del ojo, le decía que me invitara a descubrir el misterio.

Habría de ser en España, a lo largo de tres ceremonias con un total de diecisiete horas de fascinante viaje por el mundo astral, cuando descubriría la magia en la pura expresión de la naturaleza, los secretos de los mundos invisibles. En la primera de las experiencias, cuando vi el Santo Daime en el interior de la jarra, ya descubrí con toda la fuerza de mi ser que en el líquido había un ser poderoso, una esencia universal destinada a obrar maravillas en los hombres y en las mujeres, a expandir sus conciencias. No había entrado en mis venas, en mi sangre, no había hecho efecto en mi cerebro su química, y ya supe que el mismísimo Santo Grial palpitaba con una conciencia suprema en el interior de esa jarra. Eso pertenece al género de las experiencias inefables, que no se pueden contar, porque no hay palabra humana para explicarlo.

Ya entonces el misterio me fue revelado, ya en ese instante supe en lo más profundo de mi ser que este enteógeno no era ni por asomo una droga ni un alucinógeno, sino la esencia espiritual de algo que es inefable, inexpresable, inabarcable.

Me queda toda una vida para demostrarlo a partir de ahora, compartir con el mundo entero la certeza de este profundo ser espiritual. La ayahuasca, el Santo Daime, no sólo no es una droga, sino que es un remedio eficaz para sacar de la drogadicción a muchas personas que han caído en el peor de los infiernos. Las pruebas están en mi cuaderno de notas, donde todas mis experiencias, mis visiones, las entrevistas, la información que me dieron los guardianes de la biblioteca del Amazonas, se recogen a lo largo de más de trescientas páginas que darían para toda una vida de trabajo.

Mis dos hemisferios cerebrales han trabajado al mismo ritmo, viajando en el mundo de los sueños y en el de los hombres. Tengo la palabra de quienes atrapados en el infierno de la droga, de la heroína y de la cocaína, han encontrado el cielo a través del Santo Daime, del espíritu sagrado de la ayahuasca, legítimamente custodiado por los maestros del conocimiento, por los grandes chamanes del pasado.

Casi una veintena de daimes en mi cuerpo a lo largo de este viaje me han permitido viajar más allá de lo que es considerado imposible. ¿A qué temer si sólo la verdad me empuja a confesarlo? ¿En qué pensar sino en la legítima defensa de un patrimonio de la humanidad, de unos seres injustamente tratados en ocasiones, incluso perseguidos, que no cometieron ningún delito? ¿O acaso es un delito buscar el ser de luz que uno lleva dentro? ¿Es pecado acceder a los reinos de luz cuyas puertas nos ha cerrado el adoctrinamiento de la mente, del cuerpo enfermo, del espíritu agonizante? Bien sabe Dios que ahora, después de pasar por tantos aeropuertos, después de recorrer unos 22.000 kilómetros de espacio físico, en la ida y en la vuelta, una ciudad como Sao Paulo, con 23 millones de habitantes con todos los núcleos habitados que se incorporan a esta gran urbe, o el metro de Madrid, sé hasta qué punto es intensa la venda de los ojos, en qué medida han hecho un laborioso trabajo todos los que han pretendido a lo largo de la historia cerrarnos los ojos para que sólo veamos aquello que ellos quieren.

Por eso fueron mis lágrimas, porque contemplar la arquitectura gigantesca del mismísimo cielo, con sus palcos interminables poblados de miles de seres luminosos, ángeles y elementales, elevados maestros y variopintos seres de la naturaleza, deja una huella imborrable, para siempre, para toda la eternidad.

Al fin y al cabo, regresar a casa y comprender el misterio te conmueve. Y pensar que todo en el Universo es armonía y geometría sagrada, cántico eterno y eterna alegría…

Eterna alegría…

Eterna alegría…

Eterna alegría…

Sí, si tuviera que resumir toda la experiencia de este año mágico que he vivido en algo más de quince días, diría que no hay más razón en la existencia que la de ser feliz, pues allí donde estuve todo es alegría, sólo alegría, una fiesta constante, un cántico que está grabado como un disco interminable en los registros akáshicos que se elevan por encima de un poblado en la selva.

Nadie que no se atreva a la muerte iniciática que supone nacer de nuevo, cuya entrega no sea absoluta y verdadera, podrá descubrir la verdad que se encierra en un puñado de cabañas de madera, donde algún macaco da brincos y la selva se cierne con todos los seres que la habitan sobre los seres humanos, hombres y mujeres, que se atrevieron a habitarla.

Con los ojos de siempre nadie podrá comprender quiénes son realmente los seres que limpian con recios escobones las casas de tablas que crujen, que preparan macaxeira o chapate con la mirada perdida en la madera de cedro. Ni siquiera yo podía llegar a imaginar lo que iba a descubrir en lo más profundo del Amazonas: la existencia de una ciudad de luz diseñada por los seres más elevados del Cosmos para convertirse en un foco de luz planetario.

Una extraña secuencia de sincronicidades, que escapaba a lo que humanamente era comprensible, que rebasaba todas las probabilidades matemáticas del azar y de la suerte, de la matemática conocida, me ha llevado durante años a los más diversos lugares del planeta. Fue mi esencia desde que nací, desde que conocí aquel triángulo azul turquesa que tanto he recordado desde mi infancia, la del buscador. El primero de mis recuerdos, cuando apenas gateaba, era el de descubrir cajas de cerillas que mi hermano me escondía en el interior de una chimenea. Yo ya sabía entonces, lo recuerdo como si fuera hoy, aunque apenas tuviera un año de vida, que ésa y no otra era mi esencia, la de encontrar misterios en los agujeros,  la de descubrir lo que está oculto. Aquella chimenea está clavada en mi retina con toda claridad, como lo está ahora cada sendero de Mapiá, cada uno de los rostros de las personas que conocí en su cielo físico y etérico.

Miles y miles de sucesos me demostraron que algo extraño estaba ocurriendo en mi vida, que todo me encaminaba hacia sucesos sorprendentes, como si el tiempo y el espacio se pusieran de acuerdo para cruzarse en el instante y el lugar adecuados en el que acceder al Orden Sincrónico, a un estado natural más allá del tiempo artificial que conocemos, un instante en el Tiempo del Eterno Presente en el que pasado, presente y futuro suceden a la vez, de una forma muy difícil de expresar, pero algo que he comprobado hasta la saciedad con la incuestionable experiencia del viaje en el tiempo, un ejercicio al que los maestros mayas siempre han tenido especial devoción, y cuya esencia han compartido generosamente conmigo los guardianes del Tiempo.

En los últimos años, un instante en el proceso de toda una vida, una brizna de tiempo en el conjunto de la eternidad, emprendí una búsqueda que podría parecer la de un auténtico loco, Quijote quizás, como manchego que soy, pero que me deparó las mayores alegrías de mi vida, la búsqueda de las ciudades de luz.

En los últimos tres años, la Tierra se convirtió en un pequeño pañuelo por el que de forma incomprensible para mí se movían mis pies, muchas de esas veces descalzo. Ni en sueños hubiera imaginado que viajaría tanto, aunque habían sido muchos los augurios que lo indicaron, incluso cuando ni siquiera yo lo creí.

La iniciación en territorio maya, y especialmente una experiencia en la pirámide de Kukulkán, en Chichén Itzá, me demostraría con toda rotundidad la existencia de puertas dimensionales, más allá del tiempo y del espacio, detrás de las cuales seres de otras épocas guardan un conocimiento ancestral. Esta búsqueda se fue desarrollando al mismo tiempo que la de las grandes bibliotecas, físicas y etéricas, en las que se guardan las fuentes de conocimiento del pasado, todas aquellas que no han sido manipuladas, donde está el saber antiguo, de otras civilizaciones, de otros ciclos de la humanidad, procedentes de los más lejanos rincones de las estrellas.

En ese viaje sin retorno, que me ha deparado en tres años mil veces más alegrías que en los anteriores cuarenta años, mil veces más experiencias que en el resto de mi vida, encontré a seres maravillosos, los guardianes del conocimiento, que me confirmaron la realidad de un cambio de ciclo, de un despertar para la humanidad. De allí la búsqueda me llevó, desde territorio sagrado de los mayas, al de los incas, en Perú y Bolivia. El templo del Sol del Coricancha, en Cuzco, el Cusco, Cosco, ombligo del imperio inca, me volvería a confirmar la existencia de puertas dimensionales, recintos sagrados protegidos por muros de luz. Al atravesarlos, uno podía descubrir cosas maravillosas que no eran observadas por otras personas, aunque estuvieran a tu lado.

En ambos lugares mis lágrimas regaron aquella tierra situada entre dos mundos. Era el regreso a casa, el espectacular descubrimiento de lo que yo era realmente, de lo que siempre he sido.

Así fui esbozando mi trilogía de las ciudades de luz, que culminaría con un viaje a Brasil, ese mismo que ahora me ha deparado una alegría que ni en un millón de años acertaría a transmitir.

Sabía desde hacía mucho tiempo que aquí cerraría un ciclo. De mis primeras tres experiencias con el Santo Daime, con el espíritu ancestral de la ayahuasca, utilizada por tantos pueblos de la antigüedad, había elaborado un informe de sesenta páginas en las que describía minuciosamente todo aquello que recordaba: la fauna astral con la que me había encontrado, los lugares físicos de la Tierra que había visitado, mi descubrimiento, a través de la geometría sagrada y del movimiento de sus mandalas en consonancia con la música, de que todo es luz y sonido en el origen, como parte del Creador, quien hace posible la multiplicidad de lo existente.

Echando la vista atrás confirmo que esas sesenta páginas de maravillas vistas por mis ojos del otro lado, a través de las miraciones, a través del éxtasis de la visión interior, la miração, se han convertido ahora en apenas una sencilla introducción, un breve apéndice, un manual resumido de todo lo que habría de depararme esta fantástica experiencia en el corazón de Brasil.

Mi encuentro con chamanes de todo el mundo, el aprendizaje personal y la disciplina chamánica de acuerdo con las reglas secretas de nuestra amada Madre Tierra, me habían proporcionado, casi sin darme cuenta, valiosos recursos para seguir las señales de la naturaleza, valiosas herramientas de trabajo del descubrimiento interior. Accedí con esta preparación a mundos maravillosos, a emociones indefinibles, a dimensiones que escapan a la menta racional que nos atrapa con la lógica y las premuras de la vida social de las ciudades. Claro que hay otros mundos, y que están en éste…

Si en el viaje a México mi iniciación tuvo que ver con el despertar de la memoria ancestral, de lo que he sido por toda una eternidad, en el viaje a Perú y Bolivia el compromiso habría de ser más firme todavía. Hasta allí viajé rozando una línea del tiempo que me avisaba en cada momento de la enorme probabilidad de morir no iniciáticamente, sino físicamente.

No fue una decisión sencilla ofrecer el tributo de algo tan valioso como la vida. Fue sin duda aquella parada en el metro, en Nuevos Ministerios, camino del aeropuerto, uno de los momentos más duros de mi vida, el momento de atravesar una línea invisible y comprometerme con la entrega absoluta. Pero los seres de luz en los que siempre he creído no querían mi vida, sino la certeza de que realmente estaba dispuesto a sobrepasar todas las puertas de la búsqueda, un trabajo, sin duda, para los seres que nunca duermen…

Por eso conocí a los bellísimos seres que habitan los mundos ocultos bajo el lago Titikaka, los del cetro de cuarzo…

Pero entre éstos hubo otros muchos viajes, como el encuentro con el espíritu del desierto, en Argelia, conviviendo con dos clanes saharauis, donde descubrí el secreto del roce de sus manos, y su conexión con la arena y las estrellas: las revelaciones  en Roma, sobre las señales de los tiempos y la mezcla de los códigos de luz a través de la sangre; o el acercamiento a las raíces profundas de la gran civilización en los templos de Egipto, la gran iniciación, perdida mi mirada en la otra lectura de los jeroglíficos…

Tantos senderos surcados, tanto paso dejado en  caminos polvorientos.

Así que cuando Bali me habló por primera vez de Mapiá, de la canoa que te lleva hasta ese lugar en la selva amazónica, el corazón se me ensanchó y supe, como tantas otras veces, que una voz más allá del tiempo me llamaba.

Y así viajé una y otra vez por medio mundo esperando este final de un ciclo. Por eso, cuando el Igarapé me abrazó con su lengua del color de la ayahuasca, cuando sentí la mirada de los cocodrilos en mis ojos, los temibles jacarés, que para nada me provocaban temor, supe que siempre había estado allí, navegando por el cordón umbilical que me conectaba con un hogar remoto.

Cuatro días para llegar hasta el corazón de la selva, cuatro para regresar, y entre medias nueve días. Dios mío, ¿cómo es posible que sea tan grande la ilusión del calendario gregoriano? Siempre oí decir que en el reino de los elementales, de los seres mágicos de la naturaleza, en el mundo feérico, no existía el tiempo, y en verdad que así es. Cuántas horas y horas bailé con ellos, en aquellas ruedas gigantescas que giran y giran sin cesar, escuchando los himnos que entonan los ángeles. Ahora he comprendido aquello que leía de los serafines, que siempre están cantando la gloria de Dios.

Me queda toda una vida ahora para explicar cómo bailan las lianas, unas con otras, cómo viven los seres de la naturaleza en los troncos de los árboles, cómo son las puertas que conducen al interior de las ceibas, donde habitan millares de seres, por qué sufren los árboles cuando son talados, y por qué es tan espesa la selva, cómo se reúnen los árboles por familias, como colaboran unos con otros, cómo son las risas de los duendes y de los gnomos, cómo se visten de violeta las hadas, y cómo contemplan a los humanos desde sus tronos cubiertos con techumbres con forma de de alas de dragón.

Cierro los ojos, y vuelvo a estar allí, y recuerdo, a quien quiera escuchar, a quien sea libre de entenderme, de dejar latir a su corazón, que sólo hay alegría verdadera en el Universo, que allí vi una inmensa alegría, una gran fiesta, y que los seres de luz se pasan el tiempo, la eternidad, cantando, elevando sus manos al cielo, sintiéndose unidos unos con otros, vibrando en la luz, en la luz que a su vez, con el sonido, construye gigantescos edificios.

La clave está en subir, subir, subir, ascender a través del sonido que es tan sólido como la más recia de las rocas. El sonido forma las cúpulas, eleva los cuerpos de luz que abandonan el cuerpo físico, por más que, ¡oh misterio!, éste siga bailando y bailando sin cesar, en el interior de un templo, acompasándose en el ritmo, que es la clave, junto con el movimiento, para que las puertas de las siete estrellas se abran, y surja la gran y maravillosa estrella de seis puntas y el cruzeiro…

Pero aquietemos el paso, que hay un mundo por delante, antes de abrir las puertas del misterio, el que al fin y al cabo, cada uno tiene que descubrir por sí mismo. Lo más hermoso de todo es que cuanto escribo pertenece al futuro de lo que será comprobado, pues a todos pertenece. El tiempo, al compás de la eternidad, reconocerá la verdad de cuantos han sido y son custodios del misterio, del espíritu sagrado de la ayahuasca, de la bebida litúrgica del Santo Daime.

Viajé hasta el Amazonas con la firme idea de ir a por todas. Quería traerme en mi viejo compañero, el cuaderno de notas, los códigos de luz de la gran biblioteca. Quería entrevistar a los bibliotecarios, también visitar los mundos intraterrestres, conectar, como ya había soñado mucho antes, cuando viajé hasta las tierras de Capadocia, en Turquía, con la Gran Fraternidad Blanca. Allí localicé a uno de sus emisarios, que me habló de las puertas, pero siempre quedó pendiente el viaje hacia el reino de la luz de Shambhala.

Quería encontrarme con una estrella de seis puntas que siempre había aparecido en mis experiencias, insistentemente, hasta la saciedad, tanto que es la figura principal de mi primera novela iniciática, “El enigma de las siete luces”, y por querer, quería entrar en contacto con esos mundos situados bajo tierra, físicos y etéricos, donde extrañas humanidades conservan el auténtico legado de la historia.

Y Dios mío, todo, absolutamente todo, me fue concedido, y más aún, lo que yo ni siquiera podía llegar a imaginar, el gran secreto de la Luz, ese secreto de la eterna alegría.

Cuando llegué a Mapiá escuché dos palabras con frecuencia: coraje y merecimiento. El coraje es necesario para emprender tan ardua tarea. No es un lecho de rosas ni un entretenimiento vano viajar con el Santo Daime, sentir el efecto de la ayahuasca en las venas. Por eso hay tantos que se quedan en el camino, tantos de aquellos que se atreven a convertirse en intrusos del mundo astral sin darlo todo a cambio. Coraje hace falta para resistir el estertor de la muerte en el interior, el corazón a punto de estallar, el amargo líquido que recorre el cuerpo buscando la enfermedad, la oscuridad, el bloqueo, para purificar cuanto pueda ser purificado. No es un paseo, ni un entretenimiento, ni siquiera un modo de satisfacer la curiosidad, pues entonces es cuando los monstruos interiores que llevamos dentro pueden comernos, hacernos huir despavoridos por aquellos pasillos interminables que de otra forma nos llevarían, después de subir, subir, subir, hasta los reinos más elevados de la luz.

Muchos se quedan en un sabor que estremece los sentidos, en una presión en el corazón que a veces es inaguantable, en unas náuseas que te empujan a vomitar en cualquier momento. No es agradable el frío de la muerte, el sudor perlado que cubre tu frente, el corazón que late y late hasta que parece que se te va a salir del pecho, como no es agradable el primer empujón que te hace volar, el impulso que empuja tu cuerpo de luz y con él el cuerpo por entero. Pues al fin y al cabo siempre queremos adormilarnos en un equilibrio de ficción, el de la complacencia, el de la comodidad. Sentir el estremecimiento del cuerpo, el calor intenso y el frío al mismo tiempo, es pan amargo que sólo puede digerir el verdadero aventurero. Quedarse ahí es morirse un poco, sufrir con el cuerpo, con la mente y con el espíritu. Hay que dar un paso, tener una fe ciega con el corazón y suplicar al mismísimo Dios que te dé la fuerza para soportar todo lo que venga, aunque fuera la mismísima muerte que te llegara de camino.

Una noche de San Pedro comprendí las benévolas artimañas del espíritu sagrado del Santo Daime. No abre sus puertas a cualquiera. Hace falta ese coraje y el merecimiento. En mi caso, mi trabajo más intenso ha sido el de la comprensión sencilla, equilibrada, de que nada ocurre si no te lo mereces. Ha sido demasiada la tentación de mi vida para creer que no soy merecedor de todo lo que he recibido a lo largo de mi existencia, pero ése y no otro es uno de los maleficios de la oscuridad, de la pobreza en la que nos sume, incapaces de adquirir la valentía adecuada para recibir aquello que nos pertenece por naturaleza.

Fui a por todas, aunque pasara mil calamidades, aunque la canoa pudiera volcarse y acabara en el estómago de un reptil de varios metros sumergido en el interior de un río a 11.000 kilómetros de mi hogar. Mi viaje era iniciático, y así lo sería hasta con la última picadura del último, terrible y divino de los mosquitos del Amazonas, que más que picar devoran la carne, y se relamen de gusto infectándote la herida.

No me importó lo más mínimo que la primera noche, minutos después de llegar a Mapiá, un clavo atravesara a lo largo de varios centímetros la planta de mi pie derecho, preparándome como estaba para bailar y bailar ocho, diez y doce horas seguidas, completamente erguido, viajando a través del reino astral.

Por eso no me lo pensé dos veces a la hora de que el veneno del kambô entrara en mi sangre. Dos días antes de partir hacia el Amazonas vi imágenes del terrible jacaré, el cocodrilo del Amazonas, y también de la philomedusa bicolor, una rana que posee uno de los venenos más intensos que pueden encontrarse en la jungla. Decía el autor del reportaje que tres puntos en la piel (tres quemaduras por las que se introduce el veneno) pueden provocar la muerte. Siete cicatrices quedarán para siempre en mi brazo, y gracias a Dios no me he muerto. Nadie se muere, aunque el ritual parece provocarte la muerte. Sentí en mi sangre el fuego intenso, luego el latido del corazón que llega de los pies a la cabeza, y más tarde el vómito fulminante, por tres veces, y ese morir inenarrable que sólo puede sentir aquel que haya vivido en sus carnes el secreto de los indios katukinas. Comprobé con mis ojos su viejo conocimiento, y el abrazo de un guardián, un perro, y la presencia de muchos otros animales de la floresta, que acudieron atraídos por el aura verde que desprendía mi cuerpo. Vale la pena hacer un relato minucioso de esta experiencia, como de tantos otros pasajes por la vida y la muerte del Amazonas, que ahora recorro de soslayo, como el viento que a veces susurra el nombre de los seres mágicos entre los árboles sagrados de la floresta, si no son derribados por el viento huracanado del atemorizador ser de la selva, conocido por Mapinguari, del que los niños dicen que “é um animal muito feio e esquisito e enorme”. Como me escribía Joan en mi cuaderno de notas, un cordobés que encontró el cielo en Mapiá y se quedó allí a vivir: “La muerte es como un péndulo que va y que viene. Hay que viajar en él para no ser golpeado”.

EL CIELO DE MAPIÁ
EL CIELO DE MAPIÁ (SEGUNDA PARTE)

Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.