Año Mago Espectral Blanco.
11 de la Luna Cósmica de la Tortuga.
Kin 240. Sol Rítmico Amarillo.
C. G. 7-7-04
Ligação
José Antonio Iniesta
Ésta es una increíble historia que algún día habré de narrar como corresponde, las enseñanzas de una gigantesca ceiba, la más grande que jamás he visto en mi vida, que tantas cosas me explicó en una noche de tormenta, de desafío puramente chamánico, en el interior de la selva, en completa soledad y oscuridad, descalzo, entregado al vértigo de lo que parece imposible, lo que estremece y conecta con la entrega absoluta, en la ruptura total con el miedo y la dependencia. Ella me dio una palabra, en perfecto portugués, cuyo significado desconocía en ese momento: ligação. Antes de que los seres humanos me la definieran al día siguiente, antes de escuchar con absoluta perplejidad lo que significaba, la vieja ceiba, el guardián que en ella habita, me explicó con todo lujo de detalles algo que llenaría muchas páginas.
Fue aquella noche mágica, frente a un altar de la naturaleza, en uno de los lugares más asombrosos que he visto sobre la faz de la Tierra, en uno de esos instantes que quedan grabados a fuego, con letras de oro, en la vida de un ser humano, cuando accedí, por enésima vez en este viaje, al encuentro, de bruces, con los brazos abiertos, sin dudas ni contemplaciones, a lo que una mente humana y racional puede considerar imposible.
Ya hace mucho tiempo que desterré de mi diccionario personal palabras como imposible, miedo y casualidad. Cada cual que elija el destino que considere adecuado. Tras regresar de nuevo a este mundo que siempre ha sido el mío, que lo será por siempre, pero no en el mismo nivel de conciencia, he desarrollado una especial sensibilidad para observar el miedo que surge de muchos ojos que contemplo. Lo conocía ya antes de partir. Muchos creían que sería devorado por enormes serpientes, por cocodrilos surgiendo de turbios manglares, o lo que es peor, capturado por indios que no dejaban de surgir de sus virulentas pesadillas. Nunca conocí ese miedo, ni antes ni después. El indio que me acompañó en alguna de mis aventuras, puro indio, Xavier, es un niño al que siento en lo más profundo de mi corazón, y no me dio nada más que amor. Los cocodrilos, los cinco con los que me encontré a mi paso, aunque había muchos más bajo el agua y escondidos en la espesura, se conformaron con clavar sus pilas en las mías, mientras yo me deleitaba contemplando el vuelo indescriptible de mariposas de todos los colores. Y olvidé hasta las serpientes cuando en un auténtico desafío chamánico recorrí la selva en completa oscuridad, en solitario, y descalzo, pues… ¿cómo iba a descifrar sus secretos si no saltaba al vacío y sentía que formaba parte de ella, que no podía dañarme? ¿Cómo podía hacer mía su esencia temiéndola? Esto es sin duda lo que haría posible el regalo del mensaje de la ligação. Quiera el tiempo que me depara esta vida que pueda contar la historia completa del encuentro nocturno y bajo una tormenta con este rascacielos de vida, cuya sola contemplación ya valió la pena un recorrido de tantos miles de kilómetros y pruebas a superar.
La ceiba me explicó con sumo detalle, hasta demostrándolo físicamente, que la ligação era la unión del ser con todo cuanto le rodea, la unión del cielo y de la tierra, el vínculo del hombre y la mujer con un principio de creación. Así es arriba como es abajo, y todo lo que existe tiene unos hilos de luz que le unen a todo cuanto le rodea. El vínculo espiritual reconocido sustenta a una comunidad, al ser con su entorno, a un mundo entero, y esa conexión con el Orden Sincrónico, con la Totalidad de lo que es, nos abre las puertas de todo lo que consideramos imposible. Si el mundo supiera lo que es realmente una ceiba, lo que es la aparentemente rígida liana, lo que es una sencilla mata de hierba, comprendería hasta qué punto hay mundos inmensos bajo los troncos de los grandes árboles, qué seres los habitan y en qué medida su conciencia está pendiente de nuestra propia evolución como seres humanos.
Nunca imaginé que en este viaje abriría una caja de sorpresas infinitas, que cada una de ellas me llevaría a muchas otras.
Ni siquiera podía imaginar, buscando similitudes en español, lo que podría significar esta palabra tan sonora, que la ceiba utilizó en perfecto portugués, para mi sorpresa. ¿Pero no es acaso la vida un puro milagro?
Me mostró cada una de las ramas y el portento de su tronco, la fina liana que proveniente de algún lugar remoto en lo más alto de la copa, inaccesible incluso para mi mirada, alcanzaba la tierra. La toqué con la mano, la agité en el aire, y vi su onda transmitiéndose hacia arriba. Me la mostraba físicamente, para que comprendiera hasta el último detalle de una larga exposición sobre los mundos conectados, sobre la morfología del hombre en relación a una estrella de cinco puntas y la propia estructura de su tronco, sus raíces y sus ramas. Hombre, árbol y estrella… un enigma que tiene que ver con los brazos abiertos…
Aquella primera palabra, puramente lengua, concepto, sonido, aunque Dios sabe cómo recibí ese sonido, precedió a una inmensa conferencia imposible de describir en unos folios, pero esta vez en un lenguaje no verbal, sino puro pensamiento, energía entrando por cada uno de mis poros y estremecimiento total, en esa oscuridad total en la que cientos o miles de insectos me envolvían por todas partes, en un lugar en el que después vería enormes hormigas capaces de provocarte el peor de los dolores, de paralizarte miembros durante días enteros. Pero como me ocurrió con la propia fauna astral, el miedo en ese lugar físico era ajeno a mi ser, aunque tuviera que diluirlo muriendo un poco en la conciencia del que se entrega con fe absoluta, aunque tuviera incluso que comprender que era propio del ser humano esa descarga de adrenalina que genera el instinto, ese latido feroz del corazón que recuerda que en cualquier momento podía surgir de los incontables resquicios de la jungla una de esas serpientes, llamadas por allí cobras, que sencillamente te pueden quitar la vida.
Vi muchas veces esa ligazón, esa unión, ese vínculo, en toda clase de seres, cuando compartíamos un mismo vaso entre tantas personas, cuando disfrutábamos de algo que pasaba de boca en boca sin el más mínimo repudio, cuando las miradas se convertían en una, cuando me abrieron la puerta, siempre abierta por cierto, de tantas cabañas que se convertían en mi propio hogar de siempre, cuando tantos seres, sin el más mínimo afán de adoctrinar ni de convencer, me miraban a los ojos y sencillamente me decían: coraje y merecimiento, coraje y merecimiento. Coraje para afrontar todo lo que tenía que afrontar, y merecimiento para recibir la gracia de ver lo que las miraciones le regalan al espíritu, ya fuera en la visión extática de los ojos cerrados o lo que es más sorprendente, con los ojos abiertos, cuando las puertas de la ciudad de luz se abrían y el universo entero se desplegaba ante mí con todos sus prodigios.
La red de luz la componen los trabajadores de la luz que están tomando conciencia de lo que ocurre en el planeta, y es también una retícula planetaria que envuelve a la Tierra. Es la inmensa urdimbre dorada que vi con mis ojos abiertos por primera vez en mi vida en el interior del templo dorado que surgió ante mi vista, y es la mirada de complicidad de quienes te susurran con los ojos unas palabras: “descúbrelo por ti mismo: coraje y merecimiento”.
Qué hermosos corazones los que conocí en Mapiá, en el Céu do Mapiá. No he visto a nadie que sea más respetuoso con las creencias de los demás, pues como tantas veces afirman, todas las religiones, todas las creencias, tienen validez, todos los caminos que se acerquen a la luz, pues el espíritu sagrado del Santo Daime, de la ayahuasca, surge por todas esas puertas, llama a todos, con mente clara, cuerpo limpio y espíritu confiado en que todo procede de la misma fuente. Lo demás, las burdas interpretaciones, las crónicas de quienes nunca se han atrevido a dar el paso, los prejuicios sociales, las presiones de las entidades que por encima de todo siguen intentando que la especie humana no evolucione, ¿cómo pueden definirse? Pues sencillamente como procesos de ignorancia que algún día habrán de transformarse.
En lo que a mí respecta, yo quería conocer el misterio, sentir si hacía falta, una o mil veces, la angustia de la náusea, el vértigo del vuelo, la llamada, el golpe con la aldaba, un millón de veces si era necesario, para que las puertas se abrieran. Por eso siempre me quedé quieto cuando los insectos guardianes del astral salían a observar al intruso que acababa de traspasar el espejo, desde el otro lado del universo conocido, procedente de la tercera dimensión, de ese lugar tan extraño en el que da igual que sea una callejuela de Rio Branco, o un aeropuerto de una macro urbe de más de 20 millones de habitantes como Sao Paulo, o el metro de Madrid, pues los seres humanos viven el caos de una vida precipitada, de pura supervivencia de los instintos, de alienación y angustia.
Nunca como entonces estuve más sereno, salvo cuando, sorprendentemente, nació mi hija. Los seres del astral me miraban a los ojos, y yo aún me acercaba más a los suyos, bajo los enormes tentáculos o patas articuladas de fantásticos colores, para que supieran que no les tenía miedo, para que se dieran cuenta de que los reconocía como parte de la creación, como yo mismo, inmensamente bellos, aunque muchos pensarían que eran sencillamente horrendos, seres de la más pavorosa de las pesadillas. Ninguno de ellos me dañó. Ni siquiera intentó hacerlo. Me abrieron el paso…
Fue impactante, verdaderamente impactante, descubrir las miradas perdidas de tantas personas en el interior del metro de Madrid, a mi regreso, que nada sabían las unas de las otras, y ese cartel al otro lado del cristal con seres monstruosos llenos de sangre, uno de ellos con una sierra mecánica en sus manos, en el que se leía: “Vive la peor pesadilla de tu vida”. Si en circunstancias normales eso es horroroso, cómo podía verlo yo después de estar tanto tiempo con seres de luz que entonan sin cesar cánticos bellísimos en torreones sin fin, que ascienden por una luz dorada y nácar hasta el infinito. Me pregunté un millón de veces por qué esa extraña manía de envolvernos en el sufrimiento, de sentir la oscura muerte, de recrearnos en pesadillas en vez de en hermosos sueños. ¿Por qué tanta angustia, dolor y sufrimiento, Dios mío, si allí arriba todo era alegría y cántico, cántico y alegría, alegría y cántico, cántico y alegría?
¿Podría imaginar alguna de esas personas que perdían su mirada en el limbo de las paredes del metro de dónde venía yo, comprender qué habían visto mis ojos, aceptar que ahora tenía como compañeros de viaje a no sé cuántos miles de ángeles, seres de la naturaleza y mágicas plantas?
¿Cuántos de ellos creerían en la existencia de ángeles que cantan sin cesar la gloria de Dios y de seres mágicos de la naturaleza?
¿Cuántos de ellos darían la vida por un sueño? ¿Cuántos de ellos se estremecerían de puro amor por cada uno de los que estaban a su alrededor?
Es sobrecogedor ver a veinte, treinta, cincuenta, cien personas, apretadas unas contra otras, esquivando las miradas, negándose a reconocerse como seres que forman parte de una misma red de luz, que están unidos por esos hilos conductores de los que me habló la gigantesca ceiba, el rascacielos de vida, más alto que muchos de los edificios que uno se pueda encontrar diariamente a su paso.
Muchos siglos vivió la ceiba, creciendo en lo más profundo de la selva, observando cuanto ocurría a su alrededor. Sí, observando… Recopilando la memoria ancestral de cada instante, el producto, como siempre, de la contemplación gozosa de la naturaleza.
¿Cómo contarle al mundo los reinos que hay en el interior de un tronco? ¿Cómo hablarle de seres de vestiduras doradas que entonan himnos que siempre están sonando, sin comienzo ni fin? ¿Cómo describirles el porte distinguido de los ancianos barbados que refulgían como el blanco nácar del álbum de la comunión de los niños? ¿Cómo decirle al mundo que no es la esencia del universo, ni el propósito de los hombres, eso que vemos todos los días, tanta muerte y desolación, tanto niño muriendo de hambre, tanta geometría oscura y deformada, surgiendo de la boca, convertida en puntas de flecha, extraños reptiles que se propagan a nuestro alrededor como el peor de los virus?
Allá donde estuve, de la boca de los seres humanos surge una increíble geometría de colores hermosísimos, y eso va construyendo el propio edificio celestial por el que uno asciende.
Comprendo la dificultad para comprender algo tan sorprendente. A mí mismo me hubiera costado mucho reconocerlo hace apenas unos pocos años.
Hay más tiempo que vida, tiempo para comprender y descubrir, pero ¿queda tanto tiempo como para dormirse en los laureles y seguir complaciéndonos con pesadillas sangrientas, con luchas intestinas, con esa muerte asumida por los seres cuyo verdadero propósito en su origen es sencillamente la alegría?
Por más complejo y variopinto que sea el mundo astral, el mundo de los seres de la naturaleza, el mundo de los ángeles y su arquitectura de luz, la manifestación de los hombres y mujeres que guardan en silencio ese secreto no puede ser más sencilla. Todos definían el proceso con una mirada, con una sonrisa, con un “descúbrelo por ti mismo”, y siempre con una afirmación tan sencilla como ésta: “al fin y al cabo todo esto es para ser feliz, sencillamente para ser feliz”.
Los invisibles guías de este viaje me lo pusieron todo en bandeja, hasta las últimas consecuencias, hasta las últimas imágenes, hasta las últimas emociones, para que no me quedara una gota que beber de ese elixir mágico que es la experiencia. Lo más sorprendente del Universo es que al final acaba dándote lo que deseas. Si buscas un cielo, un cielo encontrarás, si buscas un infierno, tuyo será. Yo buscaba comprender el misterio absoluto, nuestro origen y nuestro destino, la urdimbre de luz que busca todo ser humano, y hasta el último desafío habría de llevarme a lo inconcebible. Daniel se sonrió cuando me llevaba hacia el aeropuerto de Rio Branco, con el Santo Daime en mis venas, con el espíritu sagrado de la ayahuasca recorriendo mi cuerpo de luz, que me llevaba a dos planos de realidad distintos sin un mínimo descanso ni transición. Dejé el túnel de luz, la prodigiosa arquitectura, todavía escuchando el cántico en mi interior, y me sumí en una muchedumbre de seres venidos de todas partes, para coger un avión que para más dificultad, había salido el día anterior, y que por lo tanto no me llevaba a un segundo que me esperaba en el otro extremo de Brasil. A más de 10.000 kilómetros de casa, solo por voluntad propia, después de despedirme de mis tres compañeros en el último viaje, en el corazón de Brasil, viajaba por el fantástico mundo astral de las formas más bellas que alguien pueda imaginar y tenía que asumir el reto de encontrar la fórmula mágica para encontrar de nuevo, en esa madrugada, una plaza en un avión que me llevara desde Rio Branco a Sao Paulo y de Sao Paulo a Madrid, recordar donde tenía guardados los reales para pagar los nuevos billetes y al mismo tiempo conducir mi cuerpo de luz en el aeropuerto físico, poblado ahora por macacos astrales (por cierto, una especie distinta a la que había conocido en la selva), a las gigantescas autopistas de luz del astral, y viceversa.
Fue una prueba entre un millón de pruebas más de toda una vida. Me encomendé a ese ser que siento como un espíritu sagrado, no como el efecto de la química, pues la química no tiene conciencia, ni te lleva al cielo, ni te abre los ojos a un mundo nuevo, ni te hace hermanarte como una ráfaga de luz con todo ser viviente, incluso con quienes no te comprenden, hasta con los que disfrutarían haciéndote daño porque no aceptan que puedas conocer aquello que niegan, y curiosamente sin haber intentado siquiera encontrarlo.
Insólito desafío el de proteger una gran maleta y una mochila con mis pequeños tesoros, unas dos mil fotos de este prodigio, un puñado de horas de grabación del vértigo de lo considerado imposible, y lo más valioso de todo, un manoseado cuaderno con más de trescientas páginas de notas, la prueba diaria del goteo del prodigio, sin duda el más valioso testimonio de este viaje, además de lo que nunca podrá olvidar mi corazón y mi mente.
Tremendo reto era intentar dormir en incómodos asientos, proteger mis pertenencias y sentir las convulsiones de ese cuerpo agitado por un espíritu que nada ni nadie podía detener, que de nuevo volvía a visitar los cilindros de luz, cortados en secciones, los túneles luminosos que te llevan a cualquier lugar del Universo o de cualquiera de las dimensiones, y todo esto tratando de explicarme a mí mismo cómo me había despedido de cuatro personas si tenía la completa seguridad de que conmigo sólo habían venido tres. El amable anciano de pelo blanco también estaba allí, aunque sin duda no pertenecía a este plano…
La ligação de la que me habló la ceiba me invitaba a dar mi vida por entero, a compartir este sueño que ni por asomo podría guardar para mí solo. Qué fácil dejar que todo este regusto me cautivara por siempre, en silencio, sin preocuparme en lo más mínimo por hacerlo llegar como miel en los labios a otros seres humanos. Pero qué destino más triste sellar con una tumba de silencio la afirmación de que existe el reino de los cielos.
No hay nada más importante que ese salto al vacío de la fe inquebrantable, fuera en el interior de la selva o en esta otra más tupida, de edificios de cemento, de seres perdidos en la mirada gris de un metro, chirridos de ruedas de coches y reclamos para vivir la peor de tus pesadillas.
En este mundo oscuro de Matrix, de la ilusión, he elegido vivir, aunque tanto me cautivara aquella selva y sus gentes, sus seres y sus plantas mágicas, porque es aquí donde mi conciencia quiere transformar el mundo del espejismo para que todos juntos retornemos a las fuentes primigenias, a las bibliotecas que he visitado en estos días, unas de puertas enormes de piedra, con símbolos grabados, y otras como la más grande de todas en la Tierra, la naturaleza, verde que te quiero verde.
No puede haber más esperanza en mi corazón. Asumo mi espíritu revolucionario, pues soy partícipe de una revolución planetaria, una insurrección pacífica que reniega del mundo de las pesadillas, de la destrucción sistemática de la naturaleza, del genocidio de las comunidades indígenas.
Nunca me he sentido cómplice de esta bárbara masacre de seres humanos y de la naturaleza. Y ahora menos.
Todo en este viaje se desarrolló para que el impacto fuera tremendo, para que cada una de las piezas encajara de una forma precisa.
Nada más llegar a Rio Branco, con el fin de encaminarme hacia el corazón de la selva a través de 200 kilómetros de la carretera más accidentada que alguien pueda imaginar, y largas horas en canoa a lo largo de un laberíntico río, el policía federal que reclamaba mi pasaporte me dijo en español, textualmente, para que lo entendiera: “Los indios son unos hijos de puta”.
Solamente le dije, cuando me lo preguntó, que visitaba Brasil para investigar. No le dije qué ni dónde. Nunca se lo dije. Pero no tuvo el más mínimo reparo a la hora de exclamar, en voz alta y en pleno aeropuerto, ante un ciudadano de otro país, que mientras él trabajaba para que prosperara su país, los indios eran unos hijos de puta, unos indolentes que se pasaban el día sin hacer nada.
Vi el rostro del fascismo, de la tiranía, de lo que algunos creen la superioridad de la raza blanca.
Algo me dijo en mi interior:
–Ahora compruebas lo que tantas veces has sentido. Fíjate en lo que te dice en público, sin el más mínimo pudor, un funcionario del estado. Piensa en lo que están haciendo en el interior de la selva, a escondidas, sin testigos…, en las tribus que están masacrando, las que suponen un obstáculo para sus intereses puramente económicos. Piensa en lo que está ocurriendo en todo el mundo.
Recordé el genocidio del pueblo maya, la interminable relación de relatos de comunidades indígenas que estaban siendo masacradas en todo el planeta, seres a los que siempre llevaba en mi corazón y en mi recuerdo.
Contemplé sin inmutarme los ojos de este “próspero ciudadano brasileño”, sin caer en ese lazo de oscuridad que me tendía. Los seres de los troncos me explicarían más tarde lo que estaba ocurriendo en la Amazonia, cómo se estaba intentando acabar con los guardianes del conocimiento, cómo sufrían los árboles. Ese dolor de fuego intenso sí que se clava en mi corazón. La gran biblioteca, la más grande de todas, estaba siendo saqueada, estante a estante, quemados sus muros. Lo vi a través de los ojos de los propios árboles, antes incluso de recorrer el Igarapé, y también desde el aire, en el avión, con toda claridad y espanto, pegado a una ventanilla que me mostraba la imagen del horror de la gran masacre.
Esos indios que tanto aborrecía el policía federal fueron precisamente los que descubrieron el secreto de la ayahuasca, que a mí me abriría las puertas del cielo, y el veneno-bálsamo medicinal bendito del kambô, la rana que hizo posible que viviera una de las experiencias más apasionantes de mi vida (otra historia para contar en el futuro), y tantos otros beneficios para la humanidad que ahora se llevan a escondidas, como pérfidos ladrones, los biopiratas de infinidad de países. Los mismos indios, sea cual sea la tribu, que han conservado intacto el mayor legado que pueda imaginar la humanidad, interminables estanterías vivas, repletas de todos los remedios imaginados para curar toda clase de enfermedades, para activar la conciencia, para abrirnos las puertas del conocimiento, para llevarnos hasta los códigos de luz, para mostrarnos de una vez por todas qué significa verdaderamente la eternidad y la inmortalidad.
Los mismos que quisieron patentar la ayahuasca, los que sin el más mínimo escrúpulo y absoluta desfachatez reconocen a la selva amazónica como una reserva protegida, ya que los propios países a los que pertenece ésta, no estarían cualificados para conservarla (afirman ellos), son la misma estirpe que quemó la biblioteca de Alejandría y que quema a cada instante todas las bibliotecas físicas y de la conciencia para que vivamos apresados por siempre en una mirada perdida de un metro de Madrid o de cualquier rincón del mundo, para que sigamos acostumbrados a vivir la peor pesadilla de nuestra vida y sintamos que estamos separados de todos los seres que nos rodean, perdidos en un mundo de caos, aunque ese caos tan sólo sea un espejismo de nuestra mente, la realización plena de aquello que vivimos en nuestro interior, pues como seres que existimos en un universo mental, somos lo que pensamos, construimos nuestra realidad tal como la concebimos, cosechamos el trigo o las tempestades de los vientos que sembramos.
Los seres de la naturaleza vibran en la alegría de su mundo astral, pero siguen con desconfianza y temor los pasos de todos aquellos que no muestran con la mirada de sus ojos que sus intenciones son buenas. Me llevará muchos días explicar lo que aprendí de ellos.
¿Hay causa más hermosa que defender el propósito y el destino de la mayor de las bibliotecas?
¿Hay un instante para aprovechar con más entusiasmo que la defensa de las comunidades nativas de nuestro planeta?
¿Hay algo más grande que recobrar la lucidez y encontrar el sendero de luz que nos lleva hasta las fuentes primordiales, aquellas en las que sólo brilla la luz y existe la alegría?
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.