Por los senderos de Almiruete, siguiendo el reflejo de las alas de las libélulas y el invisible rostro de los duendes
José Antonio Iniesta
Almiruete, “lugar de paz”, Guadalajara (Del 5 al 11 de julio de 2002).
Allá donde el agua fluye con mansedumbre.
El aroma de los enebros y el perfil de las jaras en la montaña era un reclamo al que como canto de sirenas era imposible resistirse. Pero había mucho más que eso, el lazo de la amistad que surge de los encuentros imposibles, los viajes que nunca fueron trazados en un plano y los paraísos perdidos que el destino había querido que encontrara.
Regresaba a Almiruete, “lugar de paz”, que dicen sus habitantes. Su corazón de piedra en la ruta de la arquitectura dorada late en un precioso pueblo, de casas de duendes que digo yo, al norte de la provincia de Guadalajara. Situado en la vertiente sur del Ocejón, en la sierra de Ayllón, se eleva a 1.100 metros de altitud, lo suficiente para que uno sienta, y no por la altura, que roza el cielo con las manos.
Me deleité una vez más surcando las solitarias carreteras que me llevaban hasta este retiro indefinible del silencio en la montaña, del agua que da vida y de la naturaleza puramente salvaje que se mece a cada paso. En cualquier momento aparece un corzo a paso lento, sosegado, sin prisas.
Por segunda vez en la historia de toda una vida, pisé el camino retorcido, que se eleva hacia la montaña, quedándome prendado como la primera vez de las fachadas de cuarcita, un rompecabezas glorioso en el que las entrañas de la tierra se convierten en vivienda, hogar, lecho y esencia de la vida cotidiana, surcada la troceada roca por la recia madera de los viejos tiempos y cubierto el tejado, siempre misterioso como la piel escamosa de un ofidio, por láminas de pizarra, pura fuerza telúrica de estas montañas.
Y llegué hasta “Las peonías”, la casa de turismo rural que siéndolo es mucho más que todo eso. Es entre todas la auténtica casa de los duendes, porque en ellas la piedra no sólo se hace laberinto para moverse por rincones de ensueño, donde los muros muestran el rostro paralizado en el tiempo de antiguos árboles, madera de roble, de olmo y de enebro. Un sinfín de recovecos te conceden la ternura, el hálito mágico de una casa de cuento de hadas, donde las estanterías son trozos de trillo o ancianas lejas de corazón de tronco donde anidan los fósiles, las geodas de cuarzo, una pluma que es todo resquicio al misterio de la naturaleza, flores secas que nos trasladan al perfume eternizado.
Allí todo huele a flor, hasta su nombre.
El cultivo de las peonías es muy antiguo en China: mil años antes de Cristo. Eran tan valoradas que estaban protegidas por el mismísimo emperador. Se conseguían a precio de oro y eran consideradas patrimonio nacional.
En occidente se tuvo noticia de ellas a comienzos del siglo XVIII, cuando por primera vez fueron llamadas “rosas sin espinas”, pero sólo un siglo más tarde llegarían a nuestro continente.
Las peonías arbustivas son plantas que tienen una gran longevidad, llegando a alcanzar los 150 o 200 años, aunque en China hay ejemplares vivos de 300 a 400 años. Pueden llegar a tener una altura de 2’5 metros y un diámetro de hasta 5 metros.
Hay serias complicaciones para su cultivo, pues para obtener la primera flor de una semilla por hibridación se llegan a necesitar hasta siete años.
No es lícito caminar por estos senderos sin el espíritu abierto, sin reconocerse hijo de estas tierras, de la pura esencia de la Madre Tierra, pero a la vez consciente de que nada nos pertenece tanto como para alterarlo. Porque todo es suma belleza como siempre lo es Almiruete, un regalo del cielo, un lugar que no tiene que envidiar a ningún otro de España o del mundo. Sólo con caminar a lo largo de la acequia ya se accede al prodigio. El agua baja desde la montaña y su parloteo es cántico cristalino. Aunque uno se atreva a aventurarse a entrar en la magia en soledad nunca está solo. Es agradable que revoloteen a tu alrededor, en apenas diez minutos, cinco especies de libélulas. Recorren el flujo del agua, como si siguieran un camino, tal vez electrizadas por su rumor, por su lenguaje arcano que es el de la vida. Allá donde corre el agua de la montaña la luz se expande, la naturaleza se desparrama en interminables formas de vida. Quizás por eso las libélulas sigan el cordón umbilical de la montaña, la red telúrica de esa lengua en movimiento que genera un vórtice de fuerza interminable.
Pero son muchos más los compañeros del camino, infinidad de mariposas, tantas que es raro cruzarse con una especie que haya sido vista antes. El catálogo es interminable. Se visten de todas las formas y colores, amarillos de luz intensa o anaranjados como una túnica azafrán, blancos del inmenso vacío de la nada o iridiscentes tonos de estrellas que refulgen en el Cosmos. Y todo ello con salpicón de círculos, manchas y jaspeados, como una variada pirotecnia de fuegos de artificio. A veces el viajero tiene la oportunidad de encontrarse con una oruga enorme, bella en sí misma, por su robustez, por el color que se adivina en su futuro, y uno sueña con la crisálida que será en la perpetuación de una nueva vida.
El mundo parece agigantarse entre la hierba que cubre la montaña, de la que surgen enormes rocas revestidas de vestimenta verde. Las hormigas parecen feroces guerreros de cuerpos inmensos, extraños insectos no reconocibles aletean con vistosas alas rojas y hasta las lagartijas se asoman a cada paso y muestran sus cuerpos de reptil guardián de los lugares sagrados.
El rey de aquellas cumbres, el buitre leonado, planea con el vértigo de lo innombrable, del círculo sagrado que va trazando espirales invisibles en el cielo.
Mudo queda el poeta, sin palabra el viajero, envuelto en el silencio el peregrino, porque todo se confabula para acercarle a la plena naturaleza de los tiempos remotos, donde el hombre, la vivienda y la montaña, eran parte de una misma esencia.
Todo es arte en “Las Peonías”, vivencia del momento. Desde el desayuno como en casa, sencillamente en casa, contemplando a través de los cristales la inmensa tortuga que escala la montaña: “La Celadilla”. Aunque también pudiera ser un camello que recorre en caravana esas montañas con algún rey mago perdido que lleva el oro, el incienso o la mirra.
Todo es prodigio. Hasta comerse una tostada con aceite y sal, o con mantequilla y mermelada de fresa. Porque el pan de la tierra, el aceite del santo olivo, la fruta y la verdura de huerto sin fertilizantes químicos, sabe a gloria y alimenta más que al cuerpo al propio espíritu. El entorno articula sílabas a cada instante, construye frases que te empujan al delirio de la poesía. Un poema es el rincón con hornacinas iluminadas donde se asienta una huevera de alambre, el ramito de flores secas, o el cuarzo resonante que sigue estando en las entrañas de la tierra, por más extraño que parezca.
No hay diferencia entre el hogar y la montaña. En la terraza, encrespada entre la vorágine de escalones que ascienden y descienden como parte de un rito iniciático, los balconcillos son miradores al infinito. No hay distancias, pues las margaritas rozan los pies, los inmensos sapos que son termómetros de vida y equilibrio biológico caminan a nuestro lado. La golondrina que habla con lenguaje de pájaro humano anida en el quicio de la puerta, y en su vuela enhebra un hilo de seda invisible sobre nuestras cabezas.
Sales a tomar el fresco y tus ojos son los del buitre, o mueves los brazos al mismo tiempo que lo hacen las alas de la enorme libélula de franjas amarillas.
Todo se recrea en uno mismo, pues a poco que se intente se alcanza el centro justo en ese vértigo de la vida que es girar por cada uno de los cuatro puntos cardinales.
Siempre hay una infusión que alivia, que cierra heridas, que hace olvidar el largo camino recorrido hasta llegar allí.
Antonio y Pepa, Pepa y Antonio, son ángeles con forma humana que van de aquí para allá, para que el viajero se sienta como en su propia casa, y en gran parte de las ocasiones hasta mejor, porque al fin y al cabo, uno no tiene en el techo un tragaluz donde contemplar las estrellas tumbado en la cama, ni es saludado por un rayo de sol en los ojos cuando amanece, si lo desea quitando la cortinilla.
Sólo con cruzar la puerta, dar dos saltos y unos pocos pasos, se escucha el cántico del agua de una acequia ribeteada por el rojo intenso de las plantas carnívoras, como si nos hubiéramos trasladado de repente al Amazonas. ¿En qué lugar damos un brinco y contemplamos el prodigio de unas hojas pinchudas que se cierran y atrapan a un mosquito, a una hormiga o a una araña?
Me encanta ese crujir de los peldaños de madera, esa caricia del recio tronco cuando voy de un sitio a otro, ese cuarto de baño que parece el aseo de un gnomo. Me conmueve cada detalle en la pared, la música del piano al atardecer, el fulgor del lirio, el tintineo de la campanilla, la argolla antigua utilizada para sujetar antaño a las caballerías, el surco de la piedra, el aroma de la ensalada con tiernos pimientos, verdura del mágico huerto del vecino, el crujiente pan, o la infusión que encierra el sabor y el secreto de un paseo recogiendo plantas con las propias manos.
Antonio es hombre de pocas palabras, pero siempre sabias, certeras, llaves sencillas para abrir arcas de profundo conocimiento. Sólo con mirar el cielo adivina el viento, el calor o el frío, y sabe por qué hay más polillas unas noches que otras.
Reconoce el corazón de cada madera, y hasta el corazón de cada hombre o mujer por su mirada.
Pepa participa del torbellino de la fuente, del agua que corre, del vértigo de la energía que produce el intenso calor de lo que no enmudece, de lo que nació para la gran fiesta de la vida.
Forma parte del delirio ascender con ella de buena mañana para saludar al sol, al inmenso sol que ilumina el pétreo caparazón de “La Celadilla”. Me quedo hechizado descubriendo el nombre, la esencia misma, el fin y el sentido de cada planta que acaricia con sus manos o recoge para convertirla en remedio con el que curar el cuerpo, la mente y el espíritu.
Descubro a través de su palabra inquieta que hemos pasado al lado de la cicuta que provocó la muerte de Sócrates. También nos acercamos al encantado hechizo de la digitalis, que cerca con algún simbolismo oculto la gran roca en forma de tortuga. Su poder es inmenso, como tónico cardíaco.
La vida de las plantas es inquietante, y el compromiso adquirido a través de su existencia con cuanto les rodea, pues son fuente de vida, alimento para nuestro totalidad como seres humanos.
Camino por el lecho de brezos, descubriendo el aroma intenso del tomillo en flor, el cantueso, con su plumilla erguida, descubriendo la pincelada amarilla del hipérico, hierba de San Juan, con la que hacer el aceite de pericón, bálsamo bendito y mano de santo contra las heridas y quemaduras. El perejil natural se extiende en la fuente de los duendes y la madreselva se encarama a los árboles, la roja y la blanca, para dar más riqueza al entorno íntimo que recorremos, sin perder de vista los rastros precisos de las buitreras, encaramadas en lo más alto de las montañas.
A nuestros pies la gayuba, el manto alfombrado de rojos frutos que es el lecho de las víboras, pues allí se esconden para protegerse cuando el calor llega a convertirse en fuego abrasador.
La jara se extiende por todas partes, con sus pegajosas hojas que se agarran a nuestro paso, el roble manifiesta la grandeza de su porte, y a cada paso surge el marrubio, el poleo-menta o la consuelda. Esta última la llevaban los antiguos guerreros en su morral para curarse las heridas provocadas en la lucha.
Yo busco el reino secreto de los duendes y de buena mañana, cuando todos duermen, subo a la montaña y aprendiendo de las libélulas recorro el sendero que va a la par que el chorro de agua. Porque en sentido contrario él me llevará, remontando su flujo, hasta el limbo, hasta el gozo interno de la cascada. “El Chorrerón” está custodiado por un mar de helechos que lo envuelve por todas partes, menos por el sendero que nos abre el agua. Cuando llego allí me entrego al viaje en el Tiempo, me remonto hasta los tiempos pretéritos. El agua no ha dejado de caer, resbala entre las rocas agrietadas hasta una pequeña charca en la que hundo mis pies.
Mi cuerpo se estremece por el puro hielo, por ese frío casi insoportable de la energía de la vida que surge del corazón de la montaña. Un grito resquebraja el escalofrío y me conecta con lo más salvaje de este lugar, lo más entrañable, la naturaleza viva. Llegan hasta mí, acariciándome casi con sus alas, las libélulas sagradas que custodian el rocoso santuario. Se posan a mi lado, sin miedo, cerrando sus alas, zarandeándose en el vaivén del helecho que una leve brisa mueve.
No puede haber más magia en el universo que ésta. El agua golpeando mi cabeza, cada uno de los haces de luz que atraviesa la espesura, el rumor acuoso, que es la lengua arcana, y una danza constante de parejas de mariposas que crean remolinos en el aire.
El inmenso Dios Padre de la Creación se manifiesta en cada gota, en cada matiz verde de esta jungla inmensa que me envuelve. Me siento en paz conmigo mismo…
A cada momento me preguntó por qué el fluir de la vida ha creado un lugar tan perfecto. La arquitectura es pura armonía con el entorno, con yedra verde e inmensa que envuelve con matemática precisión las fachadas, las recias balconadas, miradores que reniegan del olvido. Los interiores de las casas no pueden ser más acogedores, con pintorescas chimeneas, con techos bajos de vigas de noble madera, con patios llenos de ternura, con el sabor de lo antiguo arraigado en el presente.
Las calles son retorcidas, quiebros como el del fluir del agua, como el movimiento de una serpiente, como la oscilante palpitación del Cosmos.
Miles de bellos insectos pueblan el aire, los reptiles se esconden en la espesura, las aves revolotean o planean a nuestro lado, como si fueran compañeras de juego.
El agua surge por todas partes, el cuarzo nos es entregado desde las entrañas de la tierra, y hasta las rocas parecen haber sido talladas por dioses gigantes para ofrecernos esculturas que sobrecogen: reptiles guardianes que observan las entradas a los lugares más sagrados, dinosaurios que se erigen en custodios de un saber oculto en el lomo de las montañas.
El interminable laboratorio de la biblioteca verde está al alcance de nuestras manos, y el color, la forma y el aroma, embriagan nuestros sentidos.
¿Hay tiempo y espacio para que pueda existir más delirio?
Un abrazo de la naturaleza no podría dejar de acoger el rito y la magia de los hombres.
Entre estas piedras mágicas surge la tradición de los botargas y mascaritas que se celebra el sábado de carnaval. Son espectaculares las máscaras de los botargas, hechas con cuero, madera o cartón, que intensamente coloreadas representan al mundo vegetal o al animal, a duendes y a diablos, con extrañas apariencias que a buen seguro tienen sus raíces en el inconsciente colectivo de sus gentes.
Cubren su cabeza con un gorro alto con aspecto de mitra de color blanco, que a su vez se acompaña con diversos adornos de vegetales de distintos colores.
En todo ello se manifiesta un tributo a la naturaleza, una recreación del ciclo de la vida. Es sin duda la manifestación de la armonía que conserva la cascada, la acequia, las piedras teñidas de verde, hasta la sombra que proyecta la jara.
Los botargas caminan por la montaña con sus polainas negras de pastor, haciendo sonar los cencerros que llevan unidos a su cuerpo: son la voz agreste de la naturaleza, la fiesta singular de los ancestros que sobrevivieron gracias a sus cultivos y a sus animales.
Las mascaritas lucen vistosas vestimentas, con adornos de flores y brotes de hiedra, aunque también ocultan su rostro, para concederle ese misterio del anonimato del personaje de la fiesta.
Botargas y mascaritas se cogen de la mano, y ya todos unidos en el sortilegio de su recorrido caminan con el ruido de los cencerros, que estremece la tierra, y con la garrota que señala dónde nacerán las plantas.
Es sin duda el rito de la fertilidad naciente, el clamor para abandonar el lecho obligado del frío para que hombres y mujeres, la tierra misma con todos sus frutos, resurja de nuevo para perpetuar el ciclo de la vida: el del vuelo de las libélulas que me acompañaron, el del verde cielo que sobre mi cabeza tejen los helechos, de tan crecidos como están.
Y con todo ello llega la fiesta, expandiendo el rito en todas las direcciones, fertilidad pura a través de las pelusas y el confeti que se lanzan al aire, y el tizne de las sartenes para todo aquel que no crea en el anuncio del milagro, de una nueva vuelta en la espiral de lo sagrado, del rito ceremonial del resurgimiento de la madre naturaleza.
Acogido en la hermandad de ser uno más de la familia, empiezo a conocer el devenir de aquel pueblo de tres o cuatro habitantes. La oleada de las vacaciones si acaso aumenta un par de decenas el número de las almas que vienen a revolotear por estos parajes.
Poco a poco empiezo a conocer las viejas historias, relatos de ensueño, paisajes mentales de lo más onírico. Es como todo los pueblos de España, de recia esencia, un esbozo surrealista de lo que somos los hombres, la síntesis más intensa por metro cuadrado de las pasiones humanas, de las utopías, de las alegrías y de las amarguras. Porque aquí, como en ningún otro lugar, huele a vida, y la vida es eso: la locura y la cordura, el cielo y el infierno, el día y la noche.
No está en mi propósito tejer historias de este pueblo, pero si así lo hiciera, la fuente de inspiración tendría la voluntad de la madreselva, la intensidad cromática de la pizarra, ese hondo respirar cuando el sendero te lleva hasta la fuente de los duendes, cuyo nombre prefiero guardar en la memoria de lo imposible.
Sería una apasionante novela, el retrato certero de unos personajes reales, que han dado forma con sus vidas a historias increíbles, propias de un relato gótico, de una historia romántica, de la tragicomedia cíclica de la especie humana. Quién sabe, quizás algún día tenga que morir algo de mí en aquellas montañas para adentrarme en estas historias que se entrelazan como una historia interminable…
Mientras tanto, el verbo se desparrama, un impulso incontenible me empuja a escribir, sentado junto a las hornacinas, al lado de la chimenea de pizarra, acurrucado entre blancos cojines, viendo cómo pasan los seres de luz que me acogen en estos días.
I
Del fruto de esta tierra nace un sol que destella,
para encender su luz en la cascada:
húmedo retiro del espíritu del agua
donde la sed de la esencia que me lleva
se aplaca con el beso de la tierna aurora.
Del abrazo del roble nacen alas,
con el plumaje enraizado de la jara,
allá donde la roca se engalana con la verde seda;
donde la flor habita en la pupila ardiente,
más allá de ese fuego que alcanza
el corazón cristal de la montaña.
El relicario de los sueños clama al viento
y susurra el verbo que el silencio ensalza,
y la huella del pie se hace caricia sagrada
en el santuario de la tierra más amada…
II
Lágrimas del puro amor rodaron por la roca
y su sonido estremeció al murmullo adormecido,
para que el silencio del viejo peregrino
estallara en la lengua de los pájaros con su trino.
Voló la golondrina antes del alba
y abrazó la oscuridad para darle su sentido:
preludio del caos primigenio
en el que la Luz reclama el compromiso.
Y así me acurruqué en el gozo del delirio,
casi rozando con mis manos el aleteo divino.
Como ave mensajera de los dioses,
su poema escrito con el signo grabado de los cielos,
trajo la cadencia sonora de la estrella
que forja poco a poco mi destino.
III
Caricia que responde a la palabra,
del verso que se engarza en la mañana,
el vivir este presente que conmueve,
que me lleva hasta la gloria del alivio.
El nombre de Dios es un suspiro,
el aliento dibuja su camino,
y la voz que se expresa desde el cielo
ajusta cada frase en mi latido.
Y existo en este día que amanece
revestido del sencillo ropaje del tomillo,
desnudo como el musgo que se tiende
en la faz de la tierra en que respiro,
pues el aire invisible que me roza
me respira al mismo tiempo en el que vivo.
IV
No me canso de anhelar lo inaprensible,
la prodigiosa caricia del milagro que me eleve,
pues sabiendo de esta gloria en el presente
navego por el Tiempo que me envuelve.
Y la magia del instante va y se extiende
y abraza el retorcido tronco por el que cruzo
el abismo insondable de la mente.
El vaho del deseo se diluye,
y deja de latir el sentimiento,
muriendo como muero ya renazco
en el efímero momento pasajero.
Porque el vuelo me lleva a lo innombrable,
al reino de la luz que está en mis sueños,
donde un ángelus se escucha en el estruendo
del sosegado tiempo venidero.
V
Surgió la mariposa de violetas alas,
que antes fuera oruga,
para surcar el rumbo que se traza
en el plateado titilar de las estrellas.
Quedó atrás la crisálida adormecida,
pues el giro interminable de la galaxia
llamaba por su nombre más secreto
al ser de luz al que le daba vida el fuego.
Se dejó llevar por la espiral de vida
que yacía acurrucada en un agujero negro,
para ser cometa errante
destinado a la siembra de los infinitos mundos.
El grano de luz interminable
reclamó la tierra fértil del germen futuro,
porque el viento solar soplaba nuevamente
respondiendo a la llamada de los cielos.
Interminables fueron las aventuras, el recorrido entre encrespadas y altísimas ortigas, únicas pobladoras ahora del misterioso monasterio de Bonaval, en el que recojo el testimonio de personas que han tenido encuentros con lo insólito, extraños cánticos que se escuchan de repente, apariciones fantasmales de frailes que surgen de pronto y desaparecen. Queda tiempo para coger cantos rodados de pizarra, los que Pepa utiliza para hacer sus mágica runas, y bañarme en el agua del Jarama, la más fría que alguien pueda imaginar, y hasta quedarme dormido mientras ella me da un masaje de reflexoterapia, sin importarme apenas que permanezca tendido sobre un irregular lecho de duros guijarros.
Nos perdimos en esos días por gigantescos enebrales, por un avispero de grutas que ya visitamos cuando se hace de noche, y en una mágica ciudad de pizarra, el limbo de la ruta de la arquitectura negra, en busca de uno de los más sorprendentes misterios que he descubierto en mi vida, y al que algún día habrá que dar luz para que ilumine a su paso un rastro con el que descubrir una puerta a otras dimensiones.
Pero al llegar el séptimo día habría de acabar el ciclo de tanta gloria, para reanudar el caminar interminable del viajero. Una pareja de buitres parecía despedirme, con su majestuoso vuelo, igual que un par de libélulas, que abandonaron el mullido helecho para acercarse casi hasta la caricia de los dedos.
No necesitaba más alimento para el camino que la infusión que Pepa me dio con todo su cariño: orégano del que había recogido en la visita al monasterio de Bonaval, poleo-menta de nuestro ascenso a “La Celadilla” y peonías, nombre y pura esencia de la flor y de la casa de los duendes, donde había pasado algunos de los más maravillosos días de mi vida.
No sólo de abrazos y miradas me colmaron, sino de preciosos regalos. En el lugar de mi casa más sagrado descansa la pluma del buitre leonado, un trozo de cuarcita que es como tener “Las Peonías” en el rincón más querido de mis sueños y una bolsa con las runas dibujadas en los cantos rodados, que siempre me hablarán del cántico del agua.
Y en mi bolsillo otra runa, Sowilo, que es la “totalidad”, la Fuerza Vital, y también es el rayo del Sol, que tantas puertas me abrió en aquellos días.
Y en lo más profundo de mi conciencia, Eolh, que me fue entregada en la fuente de secreto nombre, como la vara de chopo, para que me acompañara en mi siempre nuevo caminar.
Elevé el regalo de mi bienamado hijo, Ulises, una lanza de vara de bambú con punta de pizarra, en la que, como en los viejos tiempos, grabaría mi runa Eolh: el puente entre la tierra y lo divino, el árbol, el puente arco iris. No sabía que ésa era la antigua tradición nórdica, grabar precisamente esta runa en una lanza, pero ambos regalos se habían unido, por los imposibles azares del destino, en un preciso instante.
Todo fue perfecto, como siempre que alguien se deja fluir. La historia de aquella vivencia fue mucho más compleja, más sencilla al mismo tiempo. Fue más increíble y a la vez más cercana. Pero como todas las historias, necesita un silencio que guarde en el misterio lo que verdaderamente fue más hermoso…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.