¡No hay desastres “naturales”!:
Réquiem por Haití y la Humanidad
Emilio Carrillo
Publicado con fecha 10/01/16 en:
http://emiliocarrillobenito.blogspot.com
Desconsuelo y lagrimas por l@s haitian@s
El dolor de millones de haitianos me parte el corazón en millones de trozos. De hecho, han tenido que pasar varios días desde la tragedia para que haya podido sentarme a escribir sobre ella. Simplemente, no podía; los sentimientos me desbordaban. Aún ahora me cuesta trabajo.
Con cierta asiduidad imparto clases sobre desarrollo local en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, en República Dominicana, nación que comparte con Haití la isla llamada La Española, en la que Cristóbal Colón desembarcó el 5 de diciembre de 1492. De los 76.408 km2 que la conforman, el país dominicano ocupa la mayor parte del territorio (el 63,7 por 100, toda la zona central y oriental de la isla), aunque la población de las dos naciones es muy similar (ambas rondan los diez millones de habitantes), por lo que Haití cuenta con una densidad demográfica muy superior (255 habitantes por km2, casi el triple que España y exactamente cien veces más que Australia).
Éste es uno de los factores, desde luego no el único, que explican que Haití sea el Estado más pobre de América Latina, algo que he podido comprobar directamente en las distintas visitas que he realizado a su capital, Puerto Príncipe, y a zonas rurales de su geografía. En la propia República Dominicana es fácil constatar la miseria del país vecino: decenas de miles de mujeres haitianas –muchas cercanas al límite de la mayoría de edad legal y, aún así, ya madres (normalmente, “madres solteras”)- ejercen la prostitución en los enclaves turísticos dominicanos, muy frecuentados, por cierto, por españoles, que por un puñado de euros disponen a su antojo de la compañía y los cuerpos de las jóvenes.
Antes de que Haití vuelva a caer en el olvido
El terrible terremoto sufrido ha colocado a Haití en la cabecera de las noticias y en la mente y el corazón de casi tod@s. Ahora bien, dentro de pocos días volverá a caer en el más absoluto olvido. Ya pasó recientemente con otras catástrofes que el país ha padecido. Y antes de que esto suceda, el dolor que me sacude me impulsa escribir estas líneas con lágrimas en los ojos y con un objetivo único: sacudir nuestras consciencias para que no admitamos la falaz teoría de los desastres naturales. Sí, esa interpretación de los hechos que nos dictan en los informativos, difunden los organismos internacionales –incluso bastantes ONG´s- y conviene a nuestra tranquilidad interior, llevándonos a pensar ¡qué desdichados son, que mala suerte tienen; cuanto más pobres, más desafortunados; ayudémosles enviando dinero, comida, medicinas,…!. Pero la teoría de los desastres naturales es una gran mentira, otra más de la visión y el sistema imperante.
Dicho sintéticamente para enfocar las reflexiones que siguen: no hay desastres naturales, sino fenómenos naturales (terremotos, tsunamis, huracanes, erupciones volcánicas, lluvias torrenciales, sequías, deslizamientos de tierra,…) que se convierten en desastres debido a la mano del ser humano. Una mano que no es invisible, sino que pertenece a gente y a intereses económicos y de poder concretos. Y somos cómplices de esta gente y sus intereses si nos limitamos a sentirnos tristes y solidarios ante la tragedia. La tristeza y la solidaridad son, sin duda, expresión de sentimiento y de Amor, pero no bastan, no son suficientes.
Quizá a algun@s os parezca extraña esta afirmación de que no existen los desastres naturales. Pero sé muy bien que es así. Lo aprendí especialmente en el año 2006, cuando desde el Centro Internacional de Formación de Naciones Unidas (CIF-OIT) en Turín (Italia), me solicitaron que evaluara determinadas experiencias de desarrollo local centradas en la reconstrucción después de los desastres y prevención de otros nuevos acometidas en Nicaragua (Matagalpa y Río Grande) e Indonesia (Banda Aceh y Aceh Besar), tras los dramas sufridos por estos territorios debido al huracán Mitch (1998) y al devastador tsunami de diciembre de 2004, respectivamente. Y el examen de ambos casos condujo a la misma conclusión, que posteriormente he confirmado con otros estudios, acerca de que no hay desastres naturales, sino fenómenos naturales que se transforman en desastres por causa de la mano humana
Para l@s interesad@s en conocer con detalle los resultados del análisis sobre los dos casos citados y el artículo en el que resumí los mismos (Disaster risk reduction: good practices, good policies), fueron publicados en la Revista @local.glob –Número 3; Año 2006; páginas 26 a 42-, que edita Naciones Unidas y a la que se puede acceder a través de este enlace:
http://campus.delnetitcilo.net/public/es/publicaciones/revista-delnet/local-glob-3-la-reduccion-del-riesgo-de-desastres-un-llamado-a-la-accion?set_language=es
El impacto de los desastres
Haití es el último eslabón de una inmensa cadena de desastres que se hunden en la historia. Su mayor exponente, en tiempos recientes, lo constituyen los 220.000 fallecidos por el mencionado tsunami de 2004.
El balance de los desastres en las últimas décadas es terrible: las personas afectadas por término medio cada año ascienden a 250.000.000; las victimas mortales anuales, casi 60.000; y las pérdidas materiales se cuantifican en cerca de 40.000 millones de euros al año.
Para colmo, oteando el horizonte venidero, la situación irá a peor. Naciones Unidas ha realizado proyecciones en las que estima que para el año 2050 los desastres se llevarán por delante cada año 100.000 vidas; y provocarán perdidas por casi 200.000 millones de euros anuales.
Con todo, el verdadero impacto va incluso más allá de los referidos. Sus consecuencias se extienden a la salud física y mental de las personas afectadas; a las economías, los medios de subsistencia y la producción de la población local; a las familias que pierden quienes generan el sustento diario; y a los países con bajo Índice de Desarrollo Humano, que tienen poca o casi ninguna posibilidad de recuperarse después de un desastre. Tampoco suele considerase el impacto ocasionado por los llamados pequeños desastres, que puede aumentar drásticamente las cifras señaladas.
¿Cómo es posible que el mundo y la Humanidad, a pesar de contar con grandes recursos y avances científico-técnicos, en vez de avanzar en la reducción del riesgo, retroceda a pasos alarmantes y no pueda siquiera proteger la vida de sus ciudadanos?. Volveremos más tarde a esta pregunta. Pero antes es preciso que nos detengamos en el impacto más sustantivo que todo lo expuesto genera: dolor; dolor de cientos de millones de personas
Dolor y nueva consciencia
Para profundizar en el asunto, conviene que recordemos una vez más en el Blog (ayer se volvió a hacer, en la entrada titulada Cumbre europea del medio ambiente: otro fracaso anunciado) la manera en que la nueva consciencia contempla y afronta el dolor. Una nueva consciencia que tiene en el Amor Incondicional uno de sus grandes fundamentos, siendo precisamente este Amor el que nos impulsa a movilizar la Compasión ante el dolor en cuatro dimensiones íntimamente relacionadas: ante quien lo padece; ante quien lo causa; ante el hecho mismo que lo ocasiona; y en el interior de nosotros mismos.
+Ante quien padece el dolor, movilizaremos la Compasión en forma de amor al prójimo, de ayuda y apoyo inmediato y solidario. Lo daremos, por supuesto, de modo desinteresado, pero con disposición a recibir, pues nadie es mejor o superior que nadie y el que menos tiene o más precisa es, a veces, el que más nos puede dar. Y procurando que el que soporta el dolor no lo sublime como sufrimiento, ya que una cosa es el daño o padecimiento físico, psíquico o material –su naturaleza es nítidamente objetiva- y otra la interiorización del mismo –su naturaleza es subjetiva y estrechamente ligada al ego-.
+Ante quien causa el dolor, movilizaremos la Compasión en forma de perdón. No caben excepciones de ningún tipo. Hay que desplegar el Amor Incondicional, que es, ineludiblemente, Amor contra Resistencia: Amor al que origina dolor o daño a otros o a nosotros mismos. Este es uno de nuestros grandes aprendizajes espirituales como seres humanos. Y requiere un perdón sin contrapartida alguna; un perdón completo y sincero, sin medias tintas ni ambages.
+Ante la situación o el hecho mismo que ocasiona el dolor, movilizaremos la Compasión poniendo el dedo en la llaga de lo que lo motiva, de la sinrazón que lo provoca. Porque el perdón no es complicidad, ni connivencia; perdonar sinceramente al que ha causado el daño no es consentirlo, ni tolerarlo, ni mirar hacia otro lado en cuanto a su origen y gestación. El Amor exige amor al prójimo y perdón. Pero también que expresemos y evidenciemos el abuso, el atropello o la mentira que causan el agravio, la pobreza, la exclusión,… el dolor. Y que lo hagamos sin tapujos; sin permitir que nos mediaticen las posibles reacciones, sus secuelas para nosotros mismos, de los que detentan el poder en la escala y esfera que sea. Sin violencia ni exasperación, sin amarguras ni insultos, libres y alegres, con el amor al prójimo y el perdón como únicas banderas, decir a la cara de tantos hipócritas que los tenemos calados, que su pretendida cordura es una colosal locura, que sus miedos y anhelos no van con nosotros y que su mundo no es el nuestro.
+En nosotros mismo, movilizaremos la Compasión en forma de una nueva consciencia que percibe nítidamente como la Luz nace al armonizar lo negativo con lo positivo y que la superación de la dualidad es la llave de acceso a la dimensión del Amor Incondicional. Constatamos entonces que Todo es Perfecto. Y nos sentimos como lo que auténticamente Somos: un Ser infinito, eterno, multidimensional, divino.
Hago y hago ahora
Aplicando lo anterior al caso concreto de lo ocurrido en Haití, hay que poner especialmente el acento en dos de las cuatro dimensiones expuestas: la movilización de la Compasión ante quien padece el dolor, por un lado, y ante la situación o el hecho mismo que lo ocasiona, por otro.
En lo relativo a lo primero, el trabajo que hay que acometer en el ahora es obvio: es el momento de la solidaridad. Con dinero, alimentos o medicinas, con oraciones o meditaciones que envíen energía de Amor a las personas que están padeciendo, o con lo que cada uno pueda y quiera. Y es momento de la búsqueda y el rescate a contrarreloj de supervivientes, de prestar atención sanitaria urgente a tantos heridos, de proveer refugio y alimento a millones de damnificados y de instalar equipos de agua y saneamiento antes de que surja la epidemia.
Pero esto, siendo importantísimo, no es suficiente. Igualmente, hay que movilizar la compasión ante la situación o el hecho mismo que ocasiona el dolor para evidenciar y denunciar abiertamente aquello que lo motiva, la sinrazón que lo provoca.
Y de esta sinrazón no debemos responsabilizar a la Naturaleza, sino a los seres humanos. Nadie puede evitar que un terremoto ocurra, pero sí se pueden y deben hacer muchas cosas –precisamente las que en Haití nunca se han hecho y me temo que tampoco se harán ahora-, para reducir la vulnerabilidad de quienes tienen que vivir con ese riesgo. Y es por esa vulnerabilidad por lo que explota la tragedia. En Haití, el fenómeno natural fue el terremoto (como en Nicaragua lo fue el huracán Mitch y en Indonesia el tsunami), pero el desastre lo causaron muchos factores en absoluto naturales.
Enunciado brevemente, Haití es una víctima más del colonialismo y de la subordinación de los territorios y sus habitantes a intereses políticos y, sobre todo, económicos y financieros externos. Así el Estado haitiano se caracteriza por unas estructuras políticas e institucionales tan frágiles como corruptas; y por una violencia e inestabilidad política y social que han imperado a lo largo de sus 206 años de historia. ¿Responsables de ello?. En primera persona, los delirios de grandeza y la crueldad de sus propios caudillos, como la sanguinaria saga de F. Duvalier, Papa Doc, y sus criminales Tonton Macoutes, que duró tres décadas, desde 1957 a 1986. Pero quedarse ahí sería erróneo. Porque el ascenso al poder y la prepotencia de estos dementes no sería explicable sin el bochornoso papel que jugó en su día el colonialismo francés. Y, en la época contemporánea, el periódico envío de tropas por parte Estados Unidos para “defender la democracia”, es decir, para afianzar a los caciques que favorecen los intereses económicos y geoestratégicos norteamericanos. De hecho, USA mantiene una especie de protectorado sobre Haití desde que el presidente Wilson ordenase su invasión para “pacificarlos”, estos es, para cobrar las deudas que mantenían con el Citibank y enmendar el artículo constitucional que prohibía la venta de plantaciones a los extranjeros.
Y mientras las sucesivas crisis gubernamentales se dilucidaban entre las intrigas de los servicios secretos estadounidenses y los machetazos de los residentes, la pobreza y el hambre se han hecho dueñas del país, que ocupa el puesto 150 (entre 177 países) por Índice de Desarrollo Humano (IDH). Podría extenderme al respecto, pero creo que basta con estos datos: la esperanza de vida es de 52 años; 250.000 niños viven en régimen de semiesclavitud en “hogares” donde han sido entregados por sus familias, que subsisten en pobreza extrema; el ingreso promedio apenas supera los 300 euros anuales; el 72% de la población sobrevive como puede con menos de un euro al día; el desempleo juvenil llega a cotas por arriba del 80%; la insoportable inflación, que en 2008 disparó el precio de los alimentos; y los ingresos por sus exportaciones de manufacturas, café, aceites y mango son casi una propina ante la deuda externa que acumula el país.
Con este telón de fondo, se explican una serie de hechos que son determinantes para que los fenómenos naturales se conviertan con tanta facilidad en Haití en enormes desastres. Por brevedad, hay que destacar cuatro. Por una lado, la migración salvaje desde los ámbitos rurales a los urbanos (botón de muestra es el “dumping” que fuerza a los campesinos a abandonar sus campos de arroz en Artibonite), particularmente hacia Puerto Príncipe (donde reside cerca del 50% de la población total), lo que deriva en un brutal hacinamiento en los distritos suburbiales de la capital, como Cité Soleil o Martissant, en los que se producido la mayor parte de las víctimas del terremoto. Por otro, la destrucción ecológica del territorio, destacando una deforestación que ha arrasado el 98% de los bosques, lo que aumenta enormemente la vulnerabilidad de la población antes deslizamientos y movimientos de tierra, lluvias o sequías, etcétera. En tercer lugar, la ínfima calidad y nula previsión ante seísmos de las construcciones –por llamarlas de algún modo-, lo que multiplica extraordinariamente los daños humanos y materiales en caso de terremoto. Y, por fin, la carencia de servicios sanitarios, que no cubren las necesidades más básicas de la población, y la endeblez de las infraestructuras, como las hidráulicas, lo que dificulta, cuando no impide, la atención a los heridos e incrementa notablemente el riesgo de epidemias tras el desastre.
Disminuir el riesgo de desastres
Llegados a este punto, es momento de retomar la pregunta que se dejó abierta anteriormente: ¿cómo es posible que el mundo y la Humanidad, a pesar de contar con grandes recursos y avances científico-técnicos, en vez de avanzar en la reducción del riesgo, retroceda a pasos alarmantes y no pueda siquiera proteger la vida de sus ciudadanos?. A lo que hay que unir esta otra: ¿por qué son siempre los más pobres los que sufren las peores consecuencias de los desastres?. Con casos como el de Haití (o Nicaragua, o Indonesia,…) sobre la mesa, la respuesta a estos interrogantes es obvia: lo uno y lo otro se deben al colosal desatino del modelo económico y productivo imperante, a la primacía de los intereses económicos, financieros y geopolíticos de unos pocos y al alocado e insostenible ritmo de depredación del hábitat ecológico y de los recursos naturales. Todo lo cual lanza exponencialmente el riesgo de que los fenómenos naturales deriven en desastres colectivos; y de que estos se ceben, precisamente, en lo más pobres de la sociedad y el planeta.
El riesgo de desastres es un proceso acumulativo en el cual se combinan tanto amenazas naturales o antrópicas con acciones humanas que crean las condiciones de vulnerabilidad. Los desastres son producto de una mezcla compleja de acciones ligadas a factores económicos, sociales, culturales, ambientales y políticos-administrativos que están relacionados a procesos inadecuados de desarrollo, a programas de ajuste estructural y proyectos de inversión económica que no contemplan el costo social ni ambiental de sus acciones.
Si bien es cierto que el impacto de los desastres es mayor en los países pobres, especialmente aquellos con un bajo IDH, la responsabilidad de la reducción y también de la generación del riesgo, no responde sólo a patrones locales o nacionales, sino también a patrones supranacionales e incluso globales como es el caso de las políticas de la globalización económica, el calentamiento global del planeta, el cambio climático, la desertificación y la degradación ambiental.
La realidad, las experiencias locales, la sabiduría de las comunidades y el conocimiento científico nos ha demostrado que la mayoría de los desastres se pueden evitar y que estos no son naturales, sino que las amenazas pueden serlo. Son los factores de vulnerabilidad que nosotros mismos generamos, junto con las amenazas y la falta de capacidades y mal manejo del riesgo, las causas que ocasionan el desastre. Muchas veces, un desarrollo inadecuado fortalece los peligros o construye nuevas amenazas.
No son las personas el problema, sino la solución y el principal recurso con que cuentan los países en desarrollo. Demostrado está que la comunidad local y las personas del territorio, ante situaciones de emergencia, son la primera línea de defensa y la base de la reconstrucción. Múltiples ejemplos en África, Asia o América Latina pueden ratificar esta afirmación.
Por otra parte, la ayuda externa no siempre es la adecuada o no está adaptada necesariamente a las necesidades reales de un país o localidad después de un desastre y responden más a la oferta de las mismas instituciones financieras que a las necesidades de los afectados.
Muchas poblaciones que viven en economías de subsistencia no tienen alternativas que les permita vivir sin contribuir al agotamiento de los recursos naturales locales y, por ende, generar factores de vulnerabilidad en sus territorios. Lamentablemente ésta es la fuente de supervivencia de cerca de un tercio de la población mundial. Sin embargo, el mayor problema no radica en el desgaste de los medios de supervivencia de la población menos favorecida: los Estados, las instituciones financieras internacionales y las grandes corporaciones trasnacionales, en el intento de generar ingresos y ganancias económicas a corto plazo, promueven megaproyectos o proyectos de desarrollo que no contemplan e incluyen el factor riesgo en su implementación, ni tampoco prevén la generación de nuevas vulnerabilidades o amenazas en sus proyectos. Para nada tienen en cuenta un principio que debería ser básico en todo proceso social: el crecimiento económico y productivo no puede ser a cualquier precio, ni situarse por encima del desarrollo humano sostenible, el ambiente y la vida de las personas.
Habría que plantear un doble objetivo: la reducción de la vulnerabilidad existente (acumulada por procesos históricos a través de la implementación de practicas insostenibles de desarrollo); y la promoción de procesos que impidan la construcción de condiciones que generen nuevos escenarios de riesgos en el futuro. Se debe actuar sobre las causas estructurales del desarrollo que generaron el riesgo y no sólo sobre sus síntomas, como ha sido la tendencia predominante.
Los Estados y la comunidad internacional deberían confiar y promover mucho más el fortalecimiento de las capacidades locales, la participación de todos los sectores; potenciar el uso de los recursos endógenos de los países, de los territorios y comunidades; y basar la reducción del riesgo de desastres en su propia realidad, considerando el ambiente, el hábitat natural y a las personas como los principales recursos para llevar adelante los procesos.
Las experiencias nos indican que la clave para prevenir, mitigar y, en el mejor de los casos, evitar el impacto de los desastres, es en primera instancia reducir el riesgo antes que este ocurra. En caso de la ocurrencia de un evento potencialmente destructor, una buena preparación garantiza una rápida, efectiva y apropiada reconstrucción.
La reconstrucción puede considerarse como una ventana de oportunidades y uno de los mejores momentos para introducir el tema de reducción de riesgo de desastres en la planificación del desarrollo sostenible y para promover estrategias proactivas y permanentes que permitan consolidar sociedades más seguras. Debería ser enfocada hacia el fortalecimiento de las capacidades de los actores clave del desarrollo local y de las comunidades afectadas, pero también hacia el mejoramiento de la calidad de vida, la reducción de la pobreza, la creación de fuentes de empleos dignos y de desarrollo socioeconómico, así como garantizar en el futuro, el mayor grado de seguridad para los bienes, los medios de subsistencia y especialmente, la vida de las personas.
Y para que todo esto sea posible y factible, una nueva consciencia ha de brotar de la Humanidad. En tanto esto no ocurra, creer en la actuación de los Estados y los organismos e instituciones internacionales es tanto como confiar en el pirómano para que haga de bombero.
Emilio Carrillo. 10/01/16.
http://emiliocarrillobenito.blogspot.com
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.