TRADICIÓN Y MAGIA DEL TAMBOR HELLINERO
JOSÉ ANTONIO INIESTA
Un lazo sagrado, extraño y mágico, une a numerosos pueblos del mundo, un sonido interpretado por muchos como el latido del corazón, el latido de la Tierra. Para otros representa el estruendo simbólico del descenso a los infiernos, también el temblor, el desgarro telúrico que acompañó a la muerte de Jesús. Todo ello nos remite a la muerte y al renacimiento, al misterio de la Tierra, Gaia, a la renovación de los poderes de la naturaleza y a una transmutación interior que supone un viaje en el interior del alma.
Este vínculo es el redoble del tambor, que tantas civilizaciones han utilizado desde la oscura noche de los tiempos. En el sureste español y en la provincia de Albacete, a medio camino entre la Mancha del Quijote y la ancestral Sierra del Segura (donde todavía se pueden encontrar leyendas de hombres lobo y serpientes voladoras), existe una ciudad absolutamente mágica, Hellín, «La Ciudad del Tambor». Ostenta este título, además del curioso privilegio de tener el mayor número de tambores de todo el mundo, hasta que no se demuestre lo contrario: veinte mil, en lo que es sin duda la noche más mágica del año, la de Jueves Santo.
Es con toda certeza Hellín y su comarca una tierra de prodigios. Bastaría con hacer referencia a la mayor densidad que alguien pueda imaginar de curanderos, sensitivos y conjuradores de tormentas, que se une a más de cien leyendas recogidas hasta el momento, zonas arqueológicas y lugares de poder con singulares eremitorios, así como la geografía volcánica más interesante de la península (Canarias, por supuesto, aparte), que nos ofrece la belleza del volcán de Cancarix. Cuenta, por si todo esto no fuera bastante, con uno de los pocos casos que existen en todo el mundo de sismicidad inducida, fenómeno comprobado científicamente que consiste en la capacidad de un embalse de provocar terremotos, que por cierto ya se han producido. Y además es una de las zonas calientes de avistamientos OVNI más importantes de España y el lugar donde se desarrolló la obra de la madre María Luisa, monja estigmatizada que protagonizó algunos de los más increíbles fenómenos paranormales y místicos conocidos hasta el momento en nuestro país.
Hellín comparte la tradición tamborilera con municipios como los del Bajo Aragón, Tobarra y Agramón en Castilla-La Mancha, Mula y Moratalla en Murcia, y Baena en Córdoba, entre otros. En el rito y sus efectos, con las lógicas diferencias culturales, estrecha sus lazos con las más remotas culturas del mundo.
No es exagerado decir que la vida de los hellineros gira en gran parte alrededor del tambor, pues éste modela sus conciencias y sus hábitos sociales. Al fin y al cabo el eco del redoble se extiende mucho más allá de la Semana Santa, declarada, por sus tamboradas, de Interés Turístico Nacional. A pesar de rastrear un buen número de tradiciones y ritos del tambor no he podido descubrir un estruendo tan grande como el que se produce en Hellín, que un gran número de cronistas, viajeros y escritores han descrito sumidos en la mayor perplejidad.
Es difícil precisar su número, pero encuestas realizadas y la observación a lo largo de los años han puesto de manifiesto que son unos veinte mil tambores los que se escuchan, y eso en una población de veintiséis mil habitantes, de Viernes de Dolores a Domingo de Resurrección, en unos horarios prefijados.
Utilizando la terminología de Mircea Eliade, para el tamborilero el tiempo sagrado se encuadra dentro de la Semana Santa, cuando se rememora la muerte de Cristo y su posterior resurrección. El espacio sagrado tiene como centro telúrico el Rabal, en el mismo corazón de la ciudad, nombre que viene de arrabal, las afueras de la vieja villa, que ahora ha sido rodeada por la moderna.
El rito de iniciación adquiere tanta intensidad que garantiza la perpetuación de una costumbre que a diferencia de otras, en peligro de desaparición, aumenta su vigor año tras año. Surge en el interior del clan familiar y de amistad que conforma lo que se denomina una peña de tamborileros. En Hellín, tal vez algunos niños nazcan con un «pan debajo del brazo», pero lo que sí es verdad es que todos lo hacen con un pequeño tambor a la cintura. El proceso de transmisión es continuo, desde las vibraciones que escuchan los pequeños cuando están en la barriga de su madre hasta su primera Semana Santa, en que saldrán con su túnica y tambor aunque sean recién nacidos.
En los corrales, en cualquier cámara o terraza, tiene lugar el adiestramiento durante la cuaresma, transmitido de padres a hijos, lo que hará que el niño, tan pronto como sea capaz de dar dos pasos, se introduzca en la hilera de la peña. De ahí el carácter iniciático de la tamborada de Miércoles Santo. Aunque no hay distinción de edades, sexos o clases sociales, lo que hace de las tamboradas un auténtico fenómeno de integración social, es en la de este día donde más niños pueden verse: miles de ellos. Para algunos será su primer redoble, su «bautismo» como tamborilero, interpretando toques que se han ido transmitiendo de generación en generación. Los hellineros, que los tocan de oído, tienen tal maestría que son conocidos en toda España por sus habilidades, siendo reclamados, tan pronto como se les identifica, para formar parte de una banda de cornetas y tambores cuando hacen el servicio militar.
El hellinero, por más español, europeo y occidental que sea, tiene en cierta medida un concepto animista de su tambor, y lo toca o escribe sobre él como si de un amigo se tratara, casi como si fuera una prolongación de sí mismo después de tantas vivencias compartidas. También es importante recordar que es una herencia muy estimada que es recibida del padre. Hay un fetichismo generalizado que convierte a su recuperación del viejo trastero en todo un encuentro que ha producido cientos de páginas de literatura emotiva. Para los chamanes de las estepas siberianas era importante un manto, un sombrero, en algunos casos una máscara y el calzado, aunque no imprescindibles. Sí lo era por el contrario el tambor, que a veces se describe como el caballo que cabalgando cruza de un mundo a otro. En la ciudad manchega, tan lejos de la identificación con el chamanismo, existe una pasión similar por el ancestral instrumento.
Es conocido por todos, aunque pocos sean capaces de explicarlo, que el tambor expresa el lenguaje del tamborilero. He podido saber por los más ancianos, que antiguamente, y antes de que el fragor encubriera los matices, al escuchar un redoble se podía saber quién tocaba el tambor y de qué barrio provenía, aunque se escuchara a lo lejos. Pero su lenguaje todavía se percibe. He oído decir a chamanes de distintas culturas de América que el tambor es el latido del corazón, y en verdad el estado anímico del oficiante, su frenesí o cansancio, se expresan a través del parche, de la cadencia de los golpes del palillo.
En ocasiones he asistido a un espectáculo que embelesa, al diálogo entre dos tambores, porque a veces parecen hacer sombra a quienes los tocan. Redobles finos y cuidados que se modulan simulando palabras que son contestadas alternativamente. Los ojos de los tamborileros se cierran, sólo existen los palillos bailando sobre el parche, que antiguamente era de piel de cabrito. Si uno se deja llevar puede llegar a interpretar el sentimiento que uno y otro se están transmitiendo. ¿Quién sería capaz de diferenciar la esencia de ese gesto con apariencia de arrobamiento, de aquel otro que envuelve al derviche giróvago de Konya, en Turquía, girando en la danza cósmica, o del hombre medicina indio que cree ser un águila y vuela para traer un remedio a su tribu?
Un aspecto diferente de esta transformación son los duelos rituales, un espectáculo difícil de describir, que tiene lugar entre dos personas que se retan. Se trata de saber quién toca mejor, cuál de ellos aguanta más la embestida de una sana provocación que puede acabar incluso en más de una hora de frenesí. Al contemplar la escena parece incomprensible no sólo que soporten ese ritmo casi despiadado, sino que apenas sientan el más mínimo cansancio, pues al fin y al cabo, como ocurre concretamente en Jueves Santo, durante unas dieciséis horas se golpea el parche sin cesar y sin dormir ni descansar durante todo ese tiempo.
Lo más sorprendente es que estos duelos rituales no se acuerdan verbalmente. ¿Quién podría oírse con tanto tambor sonando? La magia de este suceso, imperceptible para el que lo ve desde fuera, es que se produce con la mirada, incluso con un ligero cambio en el toque. Son los ojos los que hablan, también los palillos, y al final, venza quien venza (poco importa), surgirá una mirada de respeto y consideración. Quizá no se habían conocido hasta ese momento, tal vez no se vuelvan a ver nunca, porque cada uno de ellos se perderá en el enjambre de túnicas negras como la noche, aunque eso sí, siempre habrá una mirada de complicidad, un gesto de cortesía propio de una novela de caballería.
El simbolismo de la sangre o el dolor está vinculado a la Semana de Pasión. Los tamborileros de Hellín no buscan la sangre, como a veces ocurre cuando se toca el bombo en el Bajo Aragón, al golpear una y otra vez el parche con la mano, pero no renuncian al cansancio, a llevar ocho kilos a la cintura, a sentirse claveteados por las palometas del tambor, que son los extremos del tornillaje que tensa la caja de resonancia. Son normales las heridas, el que la piel de las manos salte a trozos o se formen molestas ampollas. Porque el tamborilero se complace en alcanzar a cada momento el límite humano de la extenuación, que sin duda le va a conducir a una experiencia cumbre para la que ha estado esperando todo un año, la de descubrir que ya no siente el cuerpo, que todos los redobles son uno y que por fin se une de forma total a la tierra que le ha visto nacer. En este punto, la esencia, el sentimiento, es el mismo que el de cualquiera de las culturas del mundo: la transmutación interior, el retorno a los orígenes. El tamborilero sufre entonces una transformación espectacular, se libera de las tensiones cotidianas, parece viajar por una dimensión mágica hasta alcanzar un nivel de conciencia y percepción que sólo así se consigue. No hay diferencia entre ninguno de ellos, la túnica negra los confunde y hermana. Es como decían los mayas: In Lak’ech, yo soy otro tú. Es ahora el redoble el que dirige el latido, que parece que fuera a hacer estallar el corazón, pero es a un mismo tiempo el temblor de cuanto les rodea, el terremoto visceral que veinte mil tambores provocan, como si todos los edificios se fueran a venir abajo. De ahí la hierofanía, la perpetuación del acto sagrado, aunque una interpretación a la ligera puede dar a entender que el ingente consumo de vino, los ojos extraviados, los convulsivos contorneos, ofrecen al espectador la recreación de una fiesta dedicada a Baco. Porque los tambores de Hellín no pueden separarse ni de la sacralidad ancestral que arrastran a través de los tiempos, ni de toda la liturgia de la Semana Santa, al fin y al cabo la conmemoración de la muerte y resurrección de una encarnación de la divinidad.
Las raíces míticas del tambor son muy antiguas, cuando se asociaba al sonido primordial que generó el cosmos. En Mesopotamia ya se representaba a músicos animales tocando el tambor. Es precisamente la diosa Inanna la que fabrica un pukku (tambor) y un mikku (palillo) que entrega al héroe Gilgamesh. En otro poema Inanna desciende a los infiernos, protegiéndose precisamente con redobles de los seres infernales del averno. Posteriormente, en los misterios de Eleusis, el hierofante hacía sonar un instrumento de bronce invocando a las diosas Deméter y Perséfone, evitando así el cautiverio en el infierno de esta última, raptada por Hades. Es toda una alegoría del retorno de la fecundidad de la primavera, encarnada en las diosas, y la salvación de las almas de los mortales. También tenía un carácter mágico el tambor dentro de las celebraciones romanas de la diosa-madre Cibeles y su hijo Atis, lo que llegaba a conducir a la excitación, a la orgía y a la catarsis. Al igual que Deméter y Perséfone, estas divinidades encarnaban el retorno de la primavera, la regeneración cíclica de las fuerzas de la naturaleza. Es fácil observar que las civilizaciones griega y romana han influido, camufladas por el cristianismo, en las fiestas religiosas que celebramos en la actualidad.
Desde las épocas más antiguas el tambor ha sido utilizado, de uno a otro continente, para convocar a las divinidades y a los ancestros o para expulsar a los espíritus maléficos, también para adivinar y curar, así como para viajar a través de los mundos y acceder así a otras dimensiones del espíritu. En la Ciudad del Tambor, el carácter profano que en cierta medida le ha concedido el paso del tiempo no le priva al redoble de ofrecer al tamborilero la capacidad de modificar su nivel de conciencia. Pueden verse sobrecogedoras escenas como las de un tamborilero arrodillado en el calvario, que llora, delante de una imagen de la Virgen o el Señor. Los espíritus de la naturaleza, los dioses que bajan a través del Árbol del Mundo o una pirámide de siete o nueve pisos, se han convertido aquí en imágenes de la cristiandad, santificadas por la liturgia, que a hombros de los costaleros recorren las calles en lujosos tronos.
El toque del tambor en el calvario me ofrece la oportunidad de mostrar hasta qué punto lugares remotos del planeta pueden compartir una misma experiencia. El Viernes Santo hellinero tiene su curioso paralelismo nada menos que en el estado de Chihuahua, Méjico, en las escarpadas montañas donde habitan los tarahumaras (o rarámuri pagótuame, hombres bautizados, como ellos se llaman), una de las tribus más puras debido a su aislamiento. La cristianización de los misioneros y su posterior desaparición provocó una pintoresca fusión de creencias cristianas y tribales. El resultado es que los indios tocan ahora el tambor en el calvario durante la Semana Santa, transformando el saludo a la cruz y a los santos en signos en la cara y giros con el cuerpo.
Pero si hay algo que asombra a quien visita Hellín es la perfecta fusión entre lo sagrado y lo profano, que para el que ha nacido aquí no tiene separación alguna. Porque aquello que para otros puede entenderse como profano, o hasta pagano, sólo es la conceptualización de algo que no deja de ser la expresión viva de unos sentimientos. De hecho, quien pretenda diferenciar una y otra cosa se equivoca. Nazarenos y tamborileros son los mismos, cambiando la túnica negra por la de los distintos colores de la Pasión, y el tambor por el báculo, a una velocidad de vértigo y juntando el día con la noche, para participar en el drama cósmico del que es actor todo un pueblo.
La dramatización tiene numerosos actos, a veces incomprensibles. En ocasiones el tambor se convierte en aliado de una cierta rebeldía ante las normas establecidas. Se adivina aquí la pugna entre dos visiones de lo sagrado: el tambor que remite al pasado, a los cultos tribales, y el religioso, con las imágenes que a veces son interrumpidas por el paso de los tamborileros. Pero es sólo una puesta en escena, no del todo bien vista por el resto de la ciudadanía, una manifestación que alcanza su máxima expresión en las Turbas de Cuenca, donde parte de los tamborileros asumen el papel de sayones o soldadesca que han de insultar, para ser coherentes con la historia, a Jesús el Nazareno, que va a ser inmolado en la cruz.
En estas tierras de Albacete no tendría sentido sin el tambor el Vía Crucis de Miércoles Santo, de la Escuela de Cristo, que recupera la viva esencia de una orden penitencial que acompañaba a los reos de muerte hasta el patíbulo. Los encapuchados nazarenos que recorren los mismos callejones que en el pasado, alumbrando la oscuridad con sus faroles, se hacen acompañar de un tambor de quebrado lamento que nos recuerda la muerte, el deicidio. Domingo de Resurrección es todo lo contrario. Miles de tambores callan por unos instantes bajo una gran piña multicolor. Cuando la Dolorosa, he aquí la Magna Mater, se une a su Hijo, resucitado de entre los muertos, el artificio que cuelga en el aire se abre y escapan las palomas escondidas en su interior. No podría encontrarse mejor simbolización de la renovación de la naturaleza, del renacimiento del mito solar que encarna Jesucristo, la victoria de la luz frente a las tinieblas, una alegoría más bella de la primavera que retorna. La paloma es el animal que encarna esta liberación, el vuelo desde la tierra al cielo, el surgimiento desde el interior del huevo cósmico, el germen de vida. El sonido es en ese momento atronador, provocado, cómo no, por los tambores. Vuelve a producirse el terremoto, como días antes ocurriera en el monte calvario, el Gólgota hellinero de la crucifixión. Si cabe, el sonido es ahora más intenso, más sobrecogedor, porque ha surgido del silencio, la única vez durante una tamborada en la que los parches se ponen de acuerdo para quedarse mudos.
El tamborilero de Hellín ha crecido en número en los últimos años y recorre una y otra vez las callejuelas laberínticas, el plano retorcido de un casco antiguo del que han surgido personajes de gran prestigio como el ministro Melchor de Macanaz o el religioso Cristóbal Lozano, ambos escritores de reconocido prestigio, entre otros muchos. Es una maraña de barrios encalados donde todavía se reza para curar el mal de ojo. En estas calles, como en Toledo y en tantas otras ciudades donde la fusión de judíos, musulmanes y cristianos originó un mágico mestizaje, se puede viajar en el tiempo. Aquí está la judería, donde los judíos fueron juzgados y aun enterrados, y la callejuela donde según la leyenda estuvo el mismísimo emperador Carlos V, y el cerro donde la Virgen del Rosario apareció envuelta en resplandores de luz para tomar parte por los cristianos y así vencieran a los moros.
El origen del tambor en esta ciudad es indiscutiblemente penitencial. La manifestación que ahora se conoce surgió de la rebelión de unos tamborileros que a finales del siglo pasado tuvieron la ocurrencia de salirse fuera de la procesión, lo que motivó las iras de las autoridades eclesiásticas de la época. Su participación en las celebraciones religiosas es más antigua. De hecho algunos autores pretenden remontar su origen a 1411, cuando San Vicente Ferrer lo habría introducido según éstos, ya que al santo le gustaba que le acompañaran instrumentos musicales en sus predicaciones. Lo que sí parece cierto es que ya por entonces podía presumir Hellín, la antigua Ilunum de Ptolomeo, de ser mágica, pues Fages, a principios de siglo, indicaba en su «Historia de San Vicente Ferrer» que «En Hellín dirigió sus tiros contra los adivinos y las brujas que pululaban en el país». Otra de las muchas teorías remonta su origen a la derrota sufrida por los cristianos hellineros de Alfonso VI frente a los almorávides, que batiendo sus tambores hicieron correr despavoridos a los primeros en la batalla de Sagrajas, creyendo los muy ingenuos que escuchaban truenos en un día soleado. Esta leyenda se inspira seguramente en el terror que este instrumento de los musulmanes, quienes lo introdujeron en España, provocaba a los cristianos, como se refleja en el «Poema de Mío Cid».
Es curioso ver cómo se mezclan con el carácter lúdico y festivo los elementos de los antiguos penitentes, como la túnica negra, símbolo de sobriedad, espiritualidad y luto; la cruceta, un palo vertical atravesado por tres travesaños horizontales, que eleva aquel que encabeza la hilera, y al que la peña sigue; y hasta el mojete, el frugal alimento que los tamborileros toman en la noche de Jueves Santo, reuniéndose en cualquier cámara o desván como si de un cenáculo se tratara.
El sonido del tambor, en suma, como define Jordán Montés, un gran investigador de este instrumento musical, «representa el sonido sagrado y sobrecogedor del Dios supremo, que con su poder terrible hace retemblar las entrañas del universo. No a causa de una venganza, pues su muerte es voluntaria y consentida, asumida para la redención de los seres humanos, sino como una magnífica y poderosa manifestación de su poder omnímodo». Pero por encima de todo es la expresión visceral de un pueblo que a través de un ruido intenso, sistemáticamente repetido, obra el milagro de liberarse de sus cargas. Utilizando como ejemplo el simbolismo del descuartizamiento ritual del chamán, se puede decir que el tamborilero se fragmenta en mil trozos para dejar de ser el que era y así formar parte de todo cuanto le rodea. He ahí quizás el verdadero secreto.
Quede como reflexión la idea de las antiquísimas raíces que pueden descubrirse en muchas de las tradiciones españolas, tan ricas y enigmáticas como cualquier otra que pueda interesarnos a lo largo y ancho del planeta. En tierras que antes fueron de Murcia, y que el poeta cartagenero Abu-I-Hassan Hazim describió a principios del siglo XIII como «deleitable morada de amantes, hombres de letras y bellas mujeres», se encierra un enigma guardado en la mente de los hellineros, en el redoble de sus tambores y en el estremecimiento que siente el que llega a escucharlos. Aunque… sólo hay un modo de descifrarlo…
Página web de la Asociación de Peñas de Tamborileros de Hellín:
http://www.tamboradadehellin.com/
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.