A finales de enero de este año me encontraba en Egipto, navegando por el Nilo, cuando escuché el sonido de los tambores que redoblaban, acompañando a ciertas danzas tradicionales. Me quedé fascinado, como tantas otras veces, observando el movimiento de las manos que tocaban, y dejé que mi corazón se acompasara a ese ritmo mágico que acelera el corazón y provoca insólitas sensaciones. Así experimenté esa emoción que siente todo hellinero al encontrarse con la magia y el misterio del tambor. En Roma, tres meses antes, me encontraba en la universidad de la Sapienza, asistiendo a un congreso internacional sobre la Ley del Tiempo basado en los antiguos cómputos de tiempo de la civilización maya. De pronto, los largos pasillos se estremecieron con el estruendo sonoro de los tambores, en esta ocasión con los ritmos nativos del continente americano.
Como siempre que escucho este instrumento me sumergí en su danza y giré sobre mi eje, tal como lo hacen los derviches giróvagos de Konia, en Turquía, los iniciados del sufismo, lo que me permitió una de las experiencias más gratas de mi vida. Un mes después volví a danzar con el ritmo del tambor, empapado de sudor, tras acceder a la sabiduría de mi hermano espiritual, el sanador chamánico de tradición maya-azteca Quetza-Sha.
Cada uno de estos encuentros con el tambor, en los más recónditos lugares del mundo, me han cautivado y provocado el placer inmenso que experimento al dejarme envolver por sus sonidos. Ser hellinero, haber nacido en Hellín, es sin duda una de las más grandes alegrías que me ha concedido la vida. Aquí la dimensión de su redoble es particular, y además lo vivo con la naturaleza propia de mi tradición y de mi sangre. He tocado el tambor con danzantes concheros en el ombligo del mundo maya, en Xochen, un día de la Cruz, y en la selva de Ek Balam, el Lucero Jaguar, acompañando con mi tambor de la danza del Sol el ritmo del sagrado huehuetl mexicano. Lo he sentido en las arenas del desierto de Argelia, con mi clan saharaui, y en lo más alto de las montañas del lago Titikaka, con los indios collas, y todo ello mucho después de que desde niño soñara con vivir estas experiencias chamánicas que sentía tan mías, cuando ya las disfrutaba, a mi manera, con mi túnica negra y mi pañuelo rojo al cuello.
Ahora que mis pasos han recorrido tantos caminos, y he tenido la oportunidad de vivir en primera persona la magia que ya imaginaba que trascendía al parche de un tambor, no puedo sentir más alegría que la de volver a disfrutar un año más del rito hellinero en mi tierra, lo que un día definí como el hechizo del duende tambor. Es sin duda un milagro, uno de esos regalos que la vida te concede, experimentar la mirada de un niño tamborilero en una tarde de Miércoles Santo; la noche sagrada de Jueves Santo; el amanecer en el Calvario; la noche de Sábado de Gloria con esencia de la mujer hellinera; la alegría del Domingo de Resurrección. Este redoble de tambor, ahora que recuerdo a tantas personas que lo tocaron a mi lado en otros lugares del mundo, se acrecienta, cobra más importancia si cabe, me demuestra que los seres humanos no nos diferenciamos tanto como pensamos, sea cual sea el lugar del planeta en el que hayamos nacido. Magia como la que vivo la vi en los ojos de un niño que tocaba como yo el tambor a la entrada de un templo en Perú, y en el rostro del músico que lo hacía sonar en el corazón de La Paz, capital de Bolivia.
Por encima de todo somos seres humanos con corazón, y éste late con la frecuencia del más sagrado de los instrumentos, el ahuyentador de oscuridades, el propiciador de la fortuna, el que se estremece con el telurismo de la Madre Tierra, el que en los confines del mundo, en cualquiera de las épocas del pasado, estremeció a toda clase de seres humanos, conectándoles con sus sueños y haciendo desaparecer sus pesadillas.
Me siento heredero de una antigua tradición y llevo con orgullo mis raíces hellineras. Cuando a veces he participado en ceremonias tribales en la selva bajo un sol implacable, durante horas y horas de danza, con un tambor en mis manos, quien me acompañaba se ha sorprendido de que un hombre blanco, occidental y europeo, supiera unirse a sus ritmos en perfecta armonía, como si lo hubiera estado haciendo toda la vida.
Y así ha sido, aunque nuestros toques parezcan tan distintos. Pocos saben en esos momentos que soy hellinero, que mi ciudad reúne la mayor cantidad de tamborileros de todo el planeta, y que llevo un redoble en mi sangre que me transmitió mi padre y que he transmitido a mis dos hijos.
A veces dejo ese misterio en el silencio. Cómo podría explicarles que también hay un ombligo del mundo en Hellín, un centro telúrico, en el Rabal que he recorrido desde mi infancia, y que nuestros redobles también nos ponen en contacto con los espíritus de nuestros ancestros, a través del recuerdo de aquellos que lloramos en lo más profundo de nuestro corazón, pues ya nos dejaron.
Cómo explicarles que la Tierra es solo una y que también oficiamos un rito ancestral vestidos con el atuendo de extraños iniciados en una escuela de conocimiento que parece que nos negamos a recordar, la del sonido primigenio.
Quiere el cielo que un año más compartamos la hermandad con los tamborileros de todo el planeta, aunque no seamos conscientes de eso, porque el cordón umbilical del planeta nos conecta con el origen del Hombre, que es uno solo, pues cada uno de nosotros le damos color al inmenso tapiz de la creación sobre la faz de la Tierra.
Quiera Dios que pueda disfrutar muchos años de esta santa alegría…
Fuente: Textos recopilados de las páginas web Luz de Ilunum y Sieteluces, además de los canales de youtube Luz de ilunum y Editorial Sieteluces, textos propios y/o recopilados por el escritor e investigador José Antonio Iniesta Villanueva.